Aporte del sobrino Juan Bautista Gatica Amengual: "A modo de permanente recordatorio, cualquier oyente de emisoras chilenas, al sintonizar la FM 102.5, Radio de la Universidad de Chile, ´La Radio que Piensa´..., cada hora, al comenzar un nuevo programa o la difusión de noticias, podrá escuchar los primeros acordes del himno de la casa de estudios creados magistral e inolvidablemente por René.
Este delicado músico y maestro, así como el brillante poeta Julio Barrenechea, unieron sus talentos para darle a su amada Universidad de Chile, una parte imperecedera de sí".
La reseña que sigue, comentario del libro de Raúl Besoaín Armijo; "René Amengual, un enamorado de la música", se agradece, desde ya, a Cristián Guerra Rojas.
La figura de René Amengual Astaburuaga (1911-1954), como ha dicho un ilustre colega de la Escuela Moderna de Música, es una figura meteórica pero de importancia capital, puesto que su corta vida se vincula a la historia y a la imaginería de importantes instituciones de nuestro país y de nuestra vida musical. Director del Conservatorio Nacional de Música desde 1946 hasta su muerte, co-fundador de la Escuela Moderna de Música en 1940, compositor del Himno de la Universidad de Chile, co-autor de clásicos de la enseñanza pianística chilena como Mi amigo el piano, Selección de clásicos y Los maestros del clavecín. Pianista, compositor y docente, todos quienes hemos tenido el privilegio de pasar por las aulas de alguna de las instituciones mencionadas, hemos tenido algún contacto con el legado artístico y pedagógico de Amengual. Pero además, existe un legado humano, en la dimensión de la calidad o de la calidez personal, que los estudios musicológicos y los catálogos de obras, tanto en el caso de Amengual como de otros grandes maestros, no contemplan. Y en ese sentido se orienta, sin desconocer la herencia musical, la obra de Raúl Besoaín Armijo, financiada con el aporte del Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultura (FONDART).
No se trata de una obra musicológica, sino de una obra de difusión del legado musical y especialmente el legado humano de René Amengual. Como el mismo autor plantea, no se trata de una tesis o de una obra modelo de originalidad, ya que todo tipo de comentarios o análisis estilísticos de las obras de Amengual y de su contexto proceden de trabajos realizados por compositores y musicólogos consagrados, como Samuel Claro, Jorge Urrutia, Vicente Salas Viu, Miguel Aguilar y Roberto Escobar. En cambio, el autor afirma que la personalidad de Amengual, "atrayente y carismática para quienes lo conocieron, es ejemplar para las nuevas generaciones y merece que sea conocida más allá del círculo estrecho de los estudiosos de la música culta de Chile". Y en verdad, con un estilo claro y ameno, sin llegar a profundidades técnicas, históricas y analíticas que no todos comprenden, Besoaín nos entrega la imagen de Amengual como la de un hombre lleno de alegría de vivir, afable, estudioso, preocupado más de los demás que de sí mismo, y sobre todo, como expresa el título de este libro, un enamorado de la música. En otras palabras y en otro sentido, el libro consigue dejarnos una leve sensación de frustración por no haber tenido la oportunidad de conocer personalmente a René Amengual. Pero queda su legado, a través de sus obras y sus discípulos. Y no podemos evitar mencionar un interesante dato que nos aporta el libro: durante el primer año de funcionamiento de la Escuela Moderna, Elena Waiss y René Amengual, verdaderos profesionales de la enseñanza, recibieron siete alumnos de piano y reprobaron a cuatro, y esos cuatro, al año siguiente, fueron los primeros en matricularse. Interesante dato histórico para quienes generan las políticas de administración, gestión y promoción de nuestras instituciones de enseñanza musical superior.
En síntesis, la difusión del legado amengualiano, debe ser entendido y valorado en esos términos. Y sin duda, agradezcamos que existan personas interesadas en este tipo de labores y pueda generarse un contacto más rico entre investigadores, profesores y difusores de nuestro patrimonio musical y artístico. De este modo, otras importantes figuras del quehacer musical chileno podrán ser conocidas, valoradas y apreciadas.
Todos tenemos antepasados que se remontan hasta los confines del tiempo, de la historia. La fortuna o dicha de algunos es poder desentrañar esa madeja, tirar del hilo que tantas pero tantas veces se escapa, y reconstruir el tejido de aquellos que conformaron nuestro ser. Dejo un testimonio, la botella arrojada al mar, alguien la recogerá algún día.
viernes, 9 de diciembre de 2016
domingo, 16 de octubre de 2016
René Amengual Astaburuaga, un grande de la música
Hermano de mi abuela María Elena, hijo de Alberto Amengual Peña y Lillo y Aurora Astaburuaga Urzúa; quienes conformaron un hogar propicio para el cultivo de las bellas artes. Su madre Aurora, había ingresado al Conservatorio Nacional de Música en 1888, donde siguió los estudios de canto y violín con Luisa Balma y Juan Gervino, respectivamente. Una vez que obtuvo su diploma profesional, se dedicó a impartir clases de piano.
Estudios musicales
Siendo aún muy pequeño, y estimulado por su progenitora, ingresó al Conservatorio Nacional en 1923; cinco años más tarde, lo educaron los maestros Alberto Spikin y Rosita Renard (en piano), y Pedro Humberto Allende (en composición). Concluidos sus estudios, una serie de cargos vino a engrosar su currículum laboral: profesor ayudante del curso de Ópera (1935), del de Piano (1937) y profesor de Análisis de la Composición Musical (1940). Este último año recibió su nombramiento de profesor de música del Liceo Experimental Manuel de Salas.
La más importante de sus realizaciones fue la fundación de la Escuela Moderna de Música de Santiago, junto a otros jóvenes músicos de su tiempo (1941).
Fue director del Conservatorio Nacional desde 1947 hasta el día de su muerte, habiendo ejercido en forma interina estas funciones entre 1946 y 1947.
Obras más destacadas:
* Concierto para piano, 1941.
* Himno de la Universidad de Chile, 1942.
* Concierto para arpa, 1950.
* Diez preludios, 1951.
Discografía
* "René Amengual: un Enamorado de la Música", editado por SVR Producciones en 1997.
* "Piano Chileno de Ayer y Hoy", editado por SVR Producciones en 1994. En este CD fueron grabadas las siguientes obras de René Amengual: Arroyuelo (1932-1934), Tonada (1937) y Transparencia (1937).
* "Clásicos Populares Latinoamericanos en la Voz de Cecilia Frigerio", editado por SVR Producciones en 1996. En este CD fue grabada la canción de René Amengual "Me Gustas Cuando Callas" (texto de Pablo Neruda).
* "Música Chilena del Siglo XX, Vol. VII-VIII". Editado por SVR Producciones en 2001, contiene la obra Sonatina de 1939.
* De la colección "Bicentenario de la Música Sinfónica Chilena Vol. II", editado por SVR producciones en 2005, se destaca Preludio Sinfónico de 1939.
* "Bicentenario del Piano Chileno Vol. I", grabado por SVR Producciones en 2004, el pianista letón Armands Abols interpreta Diez Preludios Breves de 1911-1954.
Muere joven (43 años), en pleno éxito, al regreso de un viaje por Noruega, de peritonitis.
En la foto (Utrecht, Holanda) junto a Domingo Santa Cruz Wilson (1899-1987), reconocido compositor, abogado y profesor universitario, ambos promotores del movimiento musical chileno del siglo XX.
Estudios musicales
Siendo aún muy pequeño, y estimulado por su progenitora, ingresó al Conservatorio Nacional en 1923; cinco años más tarde, lo educaron los maestros Alberto Spikin y Rosita Renard (en piano), y Pedro Humberto Allende (en composición). Concluidos sus estudios, una serie de cargos vino a engrosar su currículum laboral: profesor ayudante del curso de Ópera (1935), del de Piano (1937) y profesor de Análisis de la Composición Musical (1940). Este último año recibió su nombramiento de profesor de música del Liceo Experimental Manuel de Salas.
La más importante de sus realizaciones fue la fundación de la Escuela Moderna de Música de Santiago, junto a otros jóvenes músicos de su tiempo (1941).
Fue director del Conservatorio Nacional desde 1947 hasta el día de su muerte, habiendo ejercido en forma interina estas funciones entre 1946 y 1947.
Obras más destacadas:
* Concierto para piano, 1941.
* Himno de la Universidad de Chile, 1942.
* Concierto para arpa, 1950.
* Diez preludios, 1951.
Discografía
* "René Amengual: un Enamorado de la Música", editado por SVR Producciones en 1997.
* "Piano Chileno de Ayer y Hoy", editado por SVR Producciones en 1994. En este CD fueron grabadas las siguientes obras de René Amengual: Arroyuelo (1932-1934), Tonada (1937) y Transparencia (1937).
* "Clásicos Populares Latinoamericanos en la Voz de Cecilia Frigerio", editado por SVR Producciones en 1996. En este CD fue grabada la canción de René Amengual "Me Gustas Cuando Callas" (texto de Pablo Neruda).
* "Música Chilena del Siglo XX, Vol. VII-VIII". Editado por SVR Producciones en 2001, contiene la obra Sonatina de 1939.
* De la colección "Bicentenario de la Música Sinfónica Chilena Vol. II", editado por SVR producciones en 2005, se destaca Preludio Sinfónico de 1939.
* "Bicentenario del Piano Chileno Vol. I", grabado por SVR Producciones en 2004, el pianista letón Armands Abols interpreta Diez Preludios Breves de 1911-1954.
Muere joven (43 años), en pleno éxito, al regreso de un viaje por Noruega, de peritonitis.
En la foto (Utrecht, Holanda) junto a Domingo Santa Cruz Wilson (1899-1987), reconocido compositor, abogado y profesor universitario, ambos promotores del movimiento musical chileno del siglo XX.
miércoles, 12 de octubre de 2016
Juan Jufré, línea familiar y biografía
1- maría elena amengual astaburuaga; madre de osvaldo alfonso gatica amengual (mi padre)
2- aurora astaburuaga urzúa es la madre de maría elena amengual astaburuaga
3- josé pedro astaburuaga cienfuegos es el padre de aurora astaburuaga urzúa
4- petronila cienfuegos y silva es la madre de josé pedro astaburuaga cienfuegos
5- catalina silva montero es la madre de petronila cienfuegos y silva
6- luis de silva y gaete es el padre de catalina silva montero
7- rita josefa ortiz de gaete y osorio de toledo es la madre de luis de silva y gaete
8- valentín ortiz de gaete y fernández de córdoba es el padre de rita josefa ortiz de gaete y osorio de toledo
9- fernando ortiz de gaete y mier de arce es el padre de valentín ortiz de gaete y fernández de córdoba
10-francisco ortiz de gaete y agurto es el padre de fernando ortiz de gaete y mier de arce
11-francisco ortiz de gaete y jofré de loayza es el padre de francisco ortiz de gaete y agurto
12-geracina jufré de loayza y meneses aguirre es la madre de francisco ortiz de gaete y jofré de loayza
13-gral. juan jufré de loaysa y montesa es el padre de geracina jufré de loayza y meneses aguirre
Interesante conocer la vida del General Juan Jufré de Loaysa y Montesa; no sólo fue un conquistador español, con todo lo que ello implica.
Si algún día se escribe una Historia de la Economía Chilena, ella deberá comenzar forzosamente con el nombre de Juan Jufré. Este hombre que, de simple soldado en tiempos de Valdivia llegó a ser Alcalde de Santiago y fundador de ciudades, fue también el primero que cimentó con su industria la prosperidad de su nueva patria.
La historia chilena siempre fue escrita en torno a los Gobernadores y a los grandes capitanes de armas. Por eso el nombre de Juan Jufré no luce con el brillo magnífico de Almagro, de Valdivia o de Villagra. Sin embargo, él estuvo ligado a Chile desde el comienzo, y más de alguna de sus actividades de pionero influyó decisivamente en el desenvolvimiento del país más lejano del mundo de aquellos días. Jufré nació alrededor de 1516 en Medina de Rioseco, Castilla la Vieja, en un hogar hidalgo pero no rico. Se formó en la casa del Conde de Toledo, y a los 21 años se embarcó para América, llegando al Perú por 1539. A las órdenes de don Francisco de Aguirre se unió a la primera expedición de don Pedro de Valdivia en territorio chileno, juntándose con éste en el poblado de Atacama la Grande, que hoy se llama San Pedro de Atacama. Fiel compañero de ambos conquistadores, corrió su suerte acompañándolos en todas sus empresas y vicisitudes, llegando a emparentarse con Aguirre y con Villagra.
Sin embargo, lo notable de Juan Jufré fue su capacidad para combinar las dotes de guerrero y gobernante con la de productor de bienes, en una época en que la industria no era apreciada como una labor noble, sino relegada a un opaco lugar en la escala social.
Sus primeros años en Chile fueron parecidos a los de otros conquistadores. Estuvo en la fundación de Santiago, recibiendo allí un solar y más tarde unas tierras en Ñuñoa . Acompañó a don Pedro de Valdivia en su largo viaje al Perú, a luchar contra el sublevado Gonzalo Pizarro, participando en la victoria de Sacsahuamán junto a las tropas leales al Emperador.
Después volvió a correr la tierra del otro lado del Maule, siempre peligrosa, y regresó a Santiago con el título de Capitán y Justicia de la provincia de los Promaucaes.
Una carrera ascendente
Años más tarde, muerto Valdivia a manos de Lautaro y despoblada Concepción, Jufré salió a socorrer a sus habitantes, marchando luego a combatir a los indios en Peteroa, sin vencer ni ser vencido. "Dos ojos que sacaron a dos soldados" fue el saldo desfavorable del encuentro. Elegido Gobernador su cuñado Francisco de Villagra, ayudó a éste con caballos y bastimentos, siendo comisionado por él para pasar la cordillera, auxiliar a los españoles que habían quedado aislados cerca de Mendoza, y seguir luego a Tucumán, donde fundó San Juan de la Frontera, en 1556 (actual San Juan, Argentina).
En medio de esos ajetreos, también debió desempeñar los cargos de regidor, alcalde y alférez real, hasta 1565.
El casamiento de un Conquistador
Para quienes no visualizan claramente la variedad de sacrificios que debían afrontar los que venían a este confín de la tierra, es bueno contar la odisea del casamiento de Juan Jufré.
Siete años demoró en concertar su matrimonio con una mujer que no conocía, y que al fin llegó de Castilla cuando el novio ya contaba con 43 años bien batallados.
Si fueron o no felices no lo sabemos, la realidad marca que tuvieron al menos siete hijos que a su vez fueron a la guerra, a los conventos y al campo, y que perpetuaron el apellido Jufré o Jofré por todo el reino.
Pero veamos a grandes rasgos esta pequeña gran historia. En 1552 nuestro buen soldado, ya ascendido a capitán y elegido regidor de Santiago, confirió poder a sus amigos y parientes Jerónimo de Alderete, Diego Jufré y Diego Nieto para que cualquiera de ellos (pues bien podían morirse o ser muertos antes de cumplir el encargo) se casara en nombre de él en España con alguna de las hijas de don Francisco de Aguirre, que se llamaban Constanza de Meneses, Isabel y Eufrasia. Alderete pudo concertar el matrimonio con la primera de ellas sólo tres años más tarde, ofreciéndole una dispensa de 16.000 castellanos de oro. Doña Constanza debió entonces solicitar autorización al rey para pasar a América, lo que consiguió en Valladolid en 1556. Llegó a Lima al año siguiente, donde debió permanecer otros dos años, debido a que su padre, el fundador de La Serena, había sido procesado por la Inquisición. Y sólo en 1559 tuvo lugar en Santiago la ceremonia de la velación, después de la cual la novia pudo ¡por fin! saludar tímidamente al hombre al que su familia y el azar le habían destinado...
Un productor incansable
Por las numerosas encomiendas y tierras que poseyó Juan Jufré fue una especie de señor feudal con jurisdicción política y judicial, y con poder de vida o muerte, entre Santiago y el Maule. A las tierras de Ñuñoa sumó las de Peteroa, Mataquito y Pocoa.
En Ñuñoa, plantó las primeras vides que hubo en la zona central del país, produciendo vinos que no sólo se consumieron en Chile sino también en el Perú, adonde era transportado junto con el sebo y los artículos de cuero que entonces eran la base del intercambio, en barcos... que también le pertenecían.
En 1553 levantó un molino de dos ruedas sobre la ribera norte del Mapocho: fue el primitivo molino San Cristóbal, cuyo nombre aún se conserva, después de cuatro siglos.
A orillas del Mataquito fundó un obraje textil de gran producción al momento de su muerte.
El mar
Juan Jufré no fue un hombre de tierra adentro, limitado por las cuatro paredes de los cerros. También miró hacía el océano, y para variar, a orillas del Maule formó un astillero del que salieron a lo menos dos barquitos, tal vez los primeros construidos en Chile para el comercio.
Ya dijimos que en ellos fletó sus vinos al Perú, y también traficó a lo largo de la costa chilena. Pero no se calmó allí su inquietud: parece que también los envió a la conquista de nuevos y lejanos horizontes...
Aunque la Historia no es clara en este punto, lo cierto es que Jufré tuvo numerosos tratos con Pedro Sarmiento de Gamboa, el heroico explorador y desgraciado fundador de villas en el Estrecho de Magallanes. Se dice que acordaron que éste hiciera, por cuenta del primero, una expedición hasta Oceanía, a tierras que el navegante decía haber avistado.
No llegó Jufré a concretar sus proyectos con Sarmiento, pero los descubrimientos de otro piloto famoso, Juan Fernández, acabaron de entusiasmarlo: éste contaba a quien quisiera oírle, que había llegado en uno de los barcos de Jufré a las costas de Australia o Nueva Zelandia, donde desembarcó y trabó relación con los naturales, aunque nunca aportó pruebas palpables de su hazaña.
En todo caso, hay constancia documental de las autorizaciones pedidas por Jufré al Gobernador don Melchor Bravo de Saravia para "descubrir e conquistar islas en los mares del Sur..."
Así, sean o no ciertas las historias de Juan Fernández, no caben dudas de que el espíritu visionario y aventurero de nuestro primer hombre de empresa lo hizo también avizorar antes que nadie las inmensas posibilidades del Pacífico.
Sin embargo, por una de esas paradojas tan frecuentes en la vida de los que marchan adelante de los demás, Juan Jufré murió pobremente.
En 1578, y a pesar de haber guerreado y gobernado, de haber labrado tierras y fundado industrias, de haber construido barcos y surcado el mar, no pudo cumplirse su testamento por falta de bienes, que ni siquiera alcanzaron para devolver el valor de la dote de su viuda, doña Constanza de Meneses.
2- aurora astaburuaga urzúa es la madre de maría elena amengual astaburuaga
3- josé pedro astaburuaga cienfuegos es el padre de aurora astaburuaga urzúa
4- petronila cienfuegos y silva es la madre de josé pedro astaburuaga cienfuegos
5- catalina silva montero es la madre de petronila cienfuegos y silva
6- luis de silva y gaete es el padre de catalina silva montero
7- rita josefa ortiz de gaete y osorio de toledo es la madre de luis de silva y gaete
8- valentín ortiz de gaete y fernández de córdoba es el padre de rita josefa ortiz de gaete y osorio de toledo
9- fernando ortiz de gaete y mier de arce es el padre de valentín ortiz de gaete y fernández de córdoba
10-francisco ortiz de gaete y agurto es el padre de fernando ortiz de gaete y mier de arce
11-francisco ortiz de gaete y jofré de loayza es el padre de francisco ortiz de gaete y agurto
12-geracina jufré de loayza y meneses aguirre es la madre de francisco ortiz de gaete y jofré de loayza
13-gral. juan jufré de loaysa y montesa es el padre de geracina jufré de loayza y meneses aguirre
Interesante conocer la vida del General Juan Jufré de Loaysa y Montesa; no sólo fue un conquistador español, con todo lo que ello implica.
Si algún día se escribe una Historia de la Economía Chilena, ella deberá comenzar forzosamente con el nombre de Juan Jufré. Este hombre que, de simple soldado en tiempos de Valdivia llegó a ser Alcalde de Santiago y fundador de ciudades, fue también el primero que cimentó con su industria la prosperidad de su nueva patria.
La historia chilena siempre fue escrita en torno a los Gobernadores y a los grandes capitanes de armas. Por eso el nombre de Juan Jufré no luce con el brillo magnífico de Almagro, de Valdivia o de Villagra. Sin embargo, él estuvo ligado a Chile desde el comienzo, y más de alguna de sus actividades de pionero influyó decisivamente en el desenvolvimiento del país más lejano del mundo de aquellos días. Jufré nació alrededor de 1516 en Medina de Rioseco, Castilla la Vieja, en un hogar hidalgo pero no rico. Se formó en la casa del Conde de Toledo, y a los 21 años se embarcó para América, llegando al Perú por 1539. A las órdenes de don Francisco de Aguirre se unió a la primera expedición de don Pedro de Valdivia en territorio chileno, juntándose con éste en el poblado de Atacama la Grande, que hoy se llama San Pedro de Atacama. Fiel compañero de ambos conquistadores, corrió su suerte acompañándolos en todas sus empresas y vicisitudes, llegando a emparentarse con Aguirre y con Villagra.
Sin embargo, lo notable de Juan Jufré fue su capacidad para combinar las dotes de guerrero y gobernante con la de productor de bienes, en una época en que la industria no era apreciada como una labor noble, sino relegada a un opaco lugar en la escala social.
Sus primeros años en Chile fueron parecidos a los de otros conquistadores. Estuvo en la fundación de Santiago, recibiendo allí un solar y más tarde unas tierras en Ñuñoa . Acompañó a don Pedro de Valdivia en su largo viaje al Perú, a luchar contra el sublevado Gonzalo Pizarro, participando en la victoria de Sacsahuamán junto a las tropas leales al Emperador.
Después volvió a correr la tierra del otro lado del Maule, siempre peligrosa, y regresó a Santiago con el título de Capitán y Justicia de la provincia de los Promaucaes.
Una carrera ascendente
Años más tarde, muerto Valdivia a manos de Lautaro y despoblada Concepción, Jufré salió a socorrer a sus habitantes, marchando luego a combatir a los indios en Peteroa, sin vencer ni ser vencido. "Dos ojos que sacaron a dos soldados" fue el saldo desfavorable del encuentro. Elegido Gobernador su cuñado Francisco de Villagra, ayudó a éste con caballos y bastimentos, siendo comisionado por él para pasar la cordillera, auxiliar a los españoles que habían quedado aislados cerca de Mendoza, y seguir luego a Tucumán, donde fundó San Juan de la Frontera, en 1556 (actual San Juan, Argentina).
En medio de esos ajetreos, también debió desempeñar los cargos de regidor, alcalde y alférez real, hasta 1565.
El casamiento de un Conquistador
Para quienes no visualizan claramente la variedad de sacrificios que debían afrontar los que venían a este confín de la tierra, es bueno contar la odisea del casamiento de Juan Jufré.
Siete años demoró en concertar su matrimonio con una mujer que no conocía, y que al fin llegó de Castilla cuando el novio ya contaba con 43 años bien batallados.
Si fueron o no felices no lo sabemos, la realidad marca que tuvieron al menos siete hijos que a su vez fueron a la guerra, a los conventos y al campo, y que perpetuaron el apellido Jufré o Jofré por todo el reino.
Pero veamos a grandes rasgos esta pequeña gran historia. En 1552 nuestro buen soldado, ya ascendido a capitán y elegido regidor de Santiago, confirió poder a sus amigos y parientes Jerónimo de Alderete, Diego Jufré y Diego Nieto para que cualquiera de ellos (pues bien podían morirse o ser muertos antes de cumplir el encargo) se casara en nombre de él en España con alguna de las hijas de don Francisco de Aguirre, que se llamaban Constanza de Meneses, Isabel y Eufrasia. Alderete pudo concertar el matrimonio con la primera de ellas sólo tres años más tarde, ofreciéndole una dispensa de 16.000 castellanos de oro. Doña Constanza debió entonces solicitar autorización al rey para pasar a América, lo que consiguió en Valladolid en 1556. Llegó a Lima al año siguiente, donde debió permanecer otros dos años, debido a que su padre, el fundador de La Serena, había sido procesado por la Inquisición. Y sólo en 1559 tuvo lugar en Santiago la ceremonia de la velación, después de la cual la novia pudo ¡por fin! saludar tímidamente al hombre al que su familia y el azar le habían destinado...
Un productor incansable
Por las numerosas encomiendas y tierras que poseyó Juan Jufré fue una especie de señor feudal con jurisdicción política y judicial, y con poder de vida o muerte, entre Santiago y el Maule. A las tierras de Ñuñoa sumó las de Peteroa, Mataquito y Pocoa.
En Ñuñoa, plantó las primeras vides que hubo en la zona central del país, produciendo vinos que no sólo se consumieron en Chile sino también en el Perú, adonde era transportado junto con el sebo y los artículos de cuero que entonces eran la base del intercambio, en barcos... que también le pertenecían.
En 1553 levantó un molino de dos ruedas sobre la ribera norte del Mapocho: fue el primitivo molino San Cristóbal, cuyo nombre aún se conserva, después de cuatro siglos.
A orillas del Mataquito fundó un obraje textil de gran producción al momento de su muerte.
El mar
Juan Jufré no fue un hombre de tierra adentro, limitado por las cuatro paredes de los cerros. También miró hacía el océano, y para variar, a orillas del Maule formó un astillero del que salieron a lo menos dos barquitos, tal vez los primeros construidos en Chile para el comercio.
Ya dijimos que en ellos fletó sus vinos al Perú, y también traficó a lo largo de la costa chilena. Pero no se calmó allí su inquietud: parece que también los envió a la conquista de nuevos y lejanos horizontes...
Aunque la Historia no es clara en este punto, lo cierto es que Jufré tuvo numerosos tratos con Pedro Sarmiento de Gamboa, el heroico explorador y desgraciado fundador de villas en el Estrecho de Magallanes. Se dice que acordaron que éste hiciera, por cuenta del primero, una expedición hasta Oceanía, a tierras que el navegante decía haber avistado.
No llegó Jufré a concretar sus proyectos con Sarmiento, pero los descubrimientos de otro piloto famoso, Juan Fernández, acabaron de entusiasmarlo: éste contaba a quien quisiera oírle, que había llegado en uno de los barcos de Jufré a las costas de Australia o Nueva Zelandia, donde desembarcó y trabó relación con los naturales, aunque nunca aportó pruebas palpables de su hazaña.
En todo caso, hay constancia documental de las autorizaciones pedidas por Jufré al Gobernador don Melchor Bravo de Saravia para "descubrir e conquistar islas en los mares del Sur..."
Así, sean o no ciertas las historias de Juan Fernández, no caben dudas de que el espíritu visionario y aventurero de nuestro primer hombre de empresa lo hizo también avizorar antes que nadie las inmensas posibilidades del Pacífico.
Sin embargo, por una de esas paradojas tan frecuentes en la vida de los que marchan adelante de los demás, Juan Jufré murió pobremente.
En 1578, y a pesar de haber guerreado y gobernado, de haber labrado tierras y fundado industrias, de haber construido barcos y surcado el mar, no pudo cumplirse su testamento por falta de bienes, que ni siquiera alcanzaron para devolver el valor de la dote de su viuda, doña Constanza de Meneses.
jueves, 6 de octubre de 2016
General Santiago Amengual (datos inéditos)
Utilicé la palabra inéditos porque por primera vez los publico en internet.
EL general Amengual, entre todos los atributos destacados y reconocidos, poseía uno que quizás pasa inadvertido para los historiadores: su capacidad como organizador de cuerpos militares de la más variada índole.
En 1840 había organizado la Artillería de Marina; en 1842 el Escuadrón de Lanceros de Valparaíso; en 1844 cinco Escuadrones de Caballería en Quillota (su tierra natal).
En 1851 fundó el Batallón de Cívicos Nro. 4, y el 2 de febrero de 1859 el famoso y admirado "Batallón 7mo. de Línea", que reorganizaría veinte años después a raíz de la Guerra del Pacífico.
CONDECORACIONES
- Medalla de Oro por el Combate de Cerro Barón (1837).
- Escudo de Honor por el Combate de Buín (1839); bajo las órdenes de Manuel Bulnes.
- Dos Medallas de Oro (una del Gobierno de Chile y la otra del Gobierno del Perú) por la Batalla de Yungay; 1839.
- Medalla de Oro por el Motín Militar de 1851.
- Por Ley del 1ro. de setiembre de 1880, se le concedió una Medalla de Oro y una barra del mismo metal; por Tacna.
* Se puede apreciar en la foto arriba su cuchillo corvo.
EL general Amengual, entre todos los atributos destacados y reconocidos, poseía uno que quizás pasa inadvertido para los historiadores: su capacidad como organizador de cuerpos militares de la más variada índole.
En 1840 había organizado la Artillería de Marina; en 1842 el Escuadrón de Lanceros de Valparaíso; en 1844 cinco Escuadrones de Caballería en Quillota (su tierra natal).
En 1851 fundó el Batallón de Cívicos Nro. 4, y el 2 de febrero de 1859 el famoso y admirado "Batallón 7mo. de Línea", que reorganizaría veinte años después a raíz de la Guerra del Pacífico.
CONDECORACIONES
- Medalla de Oro por el Combate de Cerro Barón (1837).
- Escudo de Honor por el Combate de Buín (1839); bajo las órdenes de Manuel Bulnes.
- Dos Medallas de Oro (una del Gobierno de Chile y la otra del Gobierno del Perú) por la Batalla de Yungay; 1839.
- Medalla de Oro por el Motín Militar de 1851.
- Por Ley del 1ro. de setiembre de 1880, se le concedió una Medalla de Oro y una barra del mismo metal; por Tacna.
* Se puede apreciar en la foto arriba su cuchillo corvo.
martes, 20 de septiembre de 2016
La noche y otros fantasmas
Me cuesta compaginar la película, no puedo, me resisto; fotos, una tras otra, fotos. Pasan a manera de ráfagas, espasmos en imágenes.
Tres gramos se habían extinguido en cuestión de minutos, o para ser más preciso: en cuatro viajes al baño. A esa hora (la una de la mañana de un sábado), el “Bar del Roble” se encontraba colmado.
Whisky y cocaína, un dúo inseparable al que me había acostumbrado y al cual recurría en búsqueda mágica para olvidar fantasmas. A tiro de la caída en pendiente, vaticinada por Mariana, mi novia, quien me había condicionado: “la cocaína o yo”, y no pude con el genio, le respondí con una de mis salidas, festejada por amigos y odiada por ella: “la opción es falsa, a vos te amo, la merca es una amiga pasajera”.
Poco a poco fui ingresado en la encerrona de la droga, una fantasía a la que se accede desde los movimientos sensuales e insinuantes de la mujer bella, tierna y dócil, que te presentan para “saber lo que es bueno”; hasta caer en la verdad, a disposición de una furtiva señorita de vida licenciosa, que te arruinará a la primera de cambio e inexorablemente comerá tú alma. Uno más de aquellos que a partir de las propias inseguridades tratan de mostrarse superados o de vuelta, y la llevé en el diario vivir. La dócil doncella enamorada del príncipe, dispuesta a entregarse sin dobleces en pos de sus deseos, y es al revés, siempre es al revés. O por mejor decir: te ofrece la inmortalidad, se le cree, y cuando recuperás un atisbo de lucidez te das cuenta que tú vida no te pertenece, la hipotecaste en cuotas, caras, muy caras…
Una marioneta cuyos hilos invisibles no podés cortar (vos sos el muñeco), y bailás al compás de su música, esa que toca desde el infierno, creyendo escuchar, al principio, sonidos embriagantes del paraíso.
La noche (siempre), así sean las cuatro o seis de la tarde, siempre es la noche, la mentora y gurú, el escenario y los actores. Las máscaras del teatro: la comedia y la tragedia; hasta que mucho más temprano que tarde una de ellas sobre, y la comedia es la que sobra. El mortal travestido en semidiós, es engañado y uno, en la vorágine límite de la desmesura le agradece, hasta le rinde culto, se la exalta, no se puede retroceder, sos suyo.
Y uno no danza solo, la función está plagada de otros bailarines, que te inducen a no dejar por nada del mundo las tablas, son magistralmente socios en una cofradía de seudo superhéroes.
Busqué la puerta de salida al compás de la música de “Erasure”, saludé a los amigos de la mesa, le di un efusivo apretón de manos a Manuel, uno de los mozos; iba en busca de más sensaciones, horas vividas como días.
Todo ahora, todo ya, y recordaba muy seguido, como un presagio, la letra de un tema de Charly García: “esas motos que van a mil, sólo el viento te harán sentir, nada más…”.
Afuera esperaba la Kawasaki 750, una combinación cercana al paroxismo: el rugir de los cuatro cilindros con sus 16 válvulas al acelerar y el néctar blanco; alucinado volé.
Más fotos. A máxima velocidad dejaba atrás Caseros por la avenida Urquiza en dirección a la General Paz, ahí nomás, en los márgenes de la Capital Federal, rumbo al barrio de Palermo, para encontrarme con otros amigos de la noche. Y otras fotos, una nebulosa. Estar sobre la moto, haber parado a cargar nafta, quitarme el casco, una broma con el empleado. Sacar la billetera. Pagar. Vuelta a calzarme el casco. Acelero, foto. Desolado el camino, es asfalto deglutido en el andar furioso, no sé si la aguja estaba en 150 o 180, si me viene la imagen de la luna llena, algunas luces titilantes perdidas dando marco, apretado contra el tangue, un silbido, el escape. Otra foto, y es una ruta, y un cartel: “Luján 5 km”; ¿pero si el camino es para el otro lado? No hay más fotos, sin imágenes para comentar”.
Soy el doctor Matías Kendler, traumatólogo. Estando de guardia en el Hospital Zonal de Mercedes fue ingresado un accidentado vial (kilómetro 98,400 de ruta 7, a las 3:35 a.m., el 6 de junio), estabilizado en la ambulancia luego de un paro cardiorrespiratorio y politraumatismo severo, a quien hubo de amputársele la pierna derecha.
En este tiempo en el cual lo he seguido en su recuperación (fractura múltiple en brazo derecho y cúbito y radio de la muñeca izquierda) entablamos una confianza que surge por la secreta necesidad de ser escuchado y encontrar quien esté dispuesto a prestar el oído.
A los cuatro meses del trágico acontecimiento me pide que transcriba lo precedente a manera de liberación. La palabra descargo que él utiliza para referirse no me parece apropiada; sí exorcizar demonios.
Whisky y cocaína, un dúo inseparable al que me había acostumbrado y al cual recurría en búsqueda mágica para olvidar fantasmas. A tiro de la caída en pendiente, vaticinada por Mariana, mi novia, quien me había condicionado: “la cocaína o yo”, y no pude con el genio, le respondí con una de mis salidas, festejada por amigos y odiada por ella: “la opción es falsa, a vos te amo, la merca es una amiga pasajera”.
Poco a poco fui ingresado en la encerrona de la droga, una fantasía a la que se accede desde los movimientos sensuales e insinuantes de la mujer bella, tierna y dócil, que te presentan para “saber lo que es bueno”; hasta caer en la verdad, a disposición de una furtiva señorita de vida licenciosa, que te arruinará a la primera de cambio e inexorablemente comerá tú alma. Uno más de aquellos que a partir de las propias inseguridades tratan de mostrarse superados o de vuelta, y la llevé en el diario vivir. La dócil doncella enamorada del príncipe, dispuesta a entregarse sin dobleces en pos de sus deseos, y es al revés, siempre es al revés. O por mejor decir: te ofrece la inmortalidad, se le cree, y cuando recuperás un atisbo de lucidez te das cuenta que tú vida no te pertenece, la hipotecaste en cuotas, caras, muy caras…
Una marioneta cuyos hilos invisibles no podés cortar (vos sos el muñeco), y bailás al compás de su música, esa que toca desde el infierno, creyendo escuchar, al principio, sonidos embriagantes del paraíso.
La noche (siempre), así sean las cuatro o seis de la tarde, siempre es la noche, la mentora y gurú, el escenario y los actores. Las máscaras del teatro: la comedia y la tragedia; hasta que mucho más temprano que tarde una de ellas sobre, y la comedia es la que sobra. El mortal travestido en semidiós, es engañado y uno, en la vorágine límite de la desmesura le agradece, hasta le rinde culto, se la exalta, no se puede retroceder, sos suyo.
Y uno no danza solo, la función está plagada de otros bailarines, que te inducen a no dejar por nada del mundo las tablas, son magistralmente socios en una cofradía de seudo superhéroes.
Busqué la puerta de salida al compás de la música de “Erasure”, saludé a los amigos de la mesa, le di un efusivo apretón de manos a Manuel, uno de los mozos; iba en busca de más sensaciones, horas vividas como días.
Todo ahora, todo ya, y recordaba muy seguido, como un presagio, la letra de un tema de Charly García: “esas motos que van a mil, sólo el viento te harán sentir, nada más…”.
Afuera esperaba la Kawasaki 750, una combinación cercana al paroxismo: el rugir de los cuatro cilindros con sus 16 válvulas al acelerar y el néctar blanco; alucinado volé.
Más fotos. A máxima velocidad dejaba atrás Caseros por la avenida Urquiza en dirección a la General Paz, ahí nomás, en los márgenes de la Capital Federal, rumbo al barrio de Palermo, para encontrarme con otros amigos de la noche. Y otras fotos, una nebulosa. Estar sobre la moto, haber parado a cargar nafta, quitarme el casco, una broma con el empleado. Sacar la billetera. Pagar. Vuelta a calzarme el casco. Acelero, foto. Desolado el camino, es asfalto deglutido en el andar furioso, no sé si la aguja estaba en 150 o 180, si me viene la imagen de la luna llena, algunas luces titilantes perdidas dando marco, apretado contra el tangue, un silbido, el escape. Otra foto, y es una ruta, y un cartel: “Luján 5 km”; ¿pero si el camino es para el otro lado? No hay más fotos, sin imágenes para comentar”.
Soy el doctor Matías Kendler, traumatólogo. Estando de guardia en el Hospital Zonal de Mercedes fue ingresado un accidentado vial (kilómetro 98,400 de ruta 7, a las 3:35 a.m., el 6 de junio), estabilizado en la ambulancia luego de un paro cardiorrespiratorio y politraumatismo severo, a quien hubo de amputársele la pierna derecha.
En este tiempo en el cual lo he seguido en su recuperación (fractura múltiple en brazo derecho y cúbito y radio de la muñeca izquierda) entablamos una confianza que surge por la secreta necesidad de ser escuchado y encontrar quien esté dispuesto a prestar el oído.
A los cuatro meses del trágico acontecimiento me pide que transcriba lo precedente a manera de liberación. La palabra descargo que él utiliza para referirse no me parece apropiada; sí exorcizar demonios.
lunes, 19 de septiembre de 2016
El legado del general
Lo que he de contar me fue transmitido por mi abuela María Elena Amengual Astaburuaga, quien vivía en ese entonces en San Bernardo, Chile, junto a sus seis hermanos y padres: Alberto y Aurora.
Aurora, siendo apasionada profesora de piano supo inculcar esta devoción a los hijos, muy especialmente a René, quien llegaría a convertirse en un conocido concertista, lamentablemente murió joven -y quizás no sea tan malo si pensamos en decrepitudes y otras lindeces-, a los 43 años en 1954, de peritonitis, al regresar de una gira por Noruega.
Eran nietos del general Santiago Amengual Balbontín (1815-1898), héroe de la Guerra del Pacífico, también conocido como “el manco” glorioso.
Aclaro algo que hace a la verdad del personaje; lo de manco surge a raíz de una lesión sufrida en la batalla de Loncomilla (1851) que le inutilizó el brazo izquierdo, no lo perdió.
En la planta alta de la casona existía un salón destinado a todo lo concerniente al héroe: medallas, uniformes, espadas, el corvo, el cuchillo corvo que lo acompañara toda la vida (incluso ya retirado seguía llevándolo encima); a la manera de orden prusiano relucían en exposición ante quienes lo desearan, especialmente escolares provenientes de distintos puntos del país. El final del recorrido concluía con la interpretación en piano por parte de René de la marcha “Adiós al Séptimo de Línea”, y así, entre acordes marciales los visitantes se iban retirando.
Al morir René, todo ese patrimonio se donó al Ejército y a museos.
Fue en julio de 1934 (la memoria de María Elena no podía precisar el día, tenía muy presente el frío y la nieve) a eso de las nueve de la noche que acontecieron los hechos.
Alberto y Aurora con sus otros hijos habían viajado a Quillota, quedando los dos –mi abuela y René- al cuidado de la casa junto a la cocinera familiar (Elvira) quien ese día estaba de licencia.
Encontrándose frente al hogar de la planta baja, obnubilados por el crepitar de la leña en el fuego, escuchan un grito desgarrador que viene desde arriba, seguido por un fuerte golpe en el techo de la galería externa.
¿Subir o salir?, René toma el viejo y pesado atizador de bronce y abre sigilosamente el pórtico. Entre la bruma de la noche ve correr un hombre a los tumbos, treparse a duras penas por una madera inclinada sobre el muro que daba a la calle y saltar al otro lado. Vuelve sobre sus pasos al interior, con cautela y llevando el dedo índice a los labios le indica a mi abuela María Elena que se quede callada y encara la escalera pensando que podía haber alguien más.
En la planta alta, cerca del cuarto devenido en museo, una ráfaga de viento helado es indicio de la ventana abierta, gira con cuidado el pomo de la puerta, la empuja con un pie y con la mano izquierda enciende la luz, ya no tuvo dudas, el intruso había ingresado por allí.
Un camino de sangre nacía al pie del expositor de espadas, recorría la amplia sala, demarcaba el bajo de la ventana y se hacía línea de gotas púrpura sobre el colchón de nieve en el techado que se apreciaba claramente al asomarse. Todo en su lugar, salvo la vitrina horizontal -la que alojaba condecoraciones, medallas y el cuchillo corvo-, cuya tapa se encontraba levantada. Se acercó y la sorpresa fue mayúscula; el cuchillo que hasta ayer mostraba una hoja reluciente, inmaculada, ahora se veía cubierto de sangre fresca.
Jamás los padres se enteraron, nunca antes alguien había escuchado la historia; ese día decidieron limpiar y callar, en un juramento de décadas, un pacto que María Elena rompería conmigo.
Quizás el general Amengual, el glorioso manco, el héroe de tantas y tantas batallas no se resignaba, quizás aún siga dando vueltas en San Bernardo, quizás nunca murió, tal vez tenía razón Robespierre: "la muerte es el comienzo de la inmortalidad”; quién sabe…
Aurora, siendo apasionada profesora de piano supo inculcar esta devoción a los hijos, muy especialmente a René, quien llegaría a convertirse en un conocido concertista, lamentablemente murió joven -y quizás no sea tan malo si pensamos en decrepitudes y otras lindeces-, a los 43 años en 1954, de peritonitis, al regresar de una gira por Noruega.
Eran nietos del general Santiago Amengual Balbontín (1815-1898), héroe de la Guerra del Pacífico, también conocido como “el manco” glorioso.
Aclaro algo que hace a la verdad del personaje; lo de manco surge a raíz de una lesión sufrida en la batalla de Loncomilla (1851) que le inutilizó el brazo izquierdo, no lo perdió.
En la planta alta de la casona existía un salón destinado a todo lo concerniente al héroe: medallas, uniformes, espadas, el corvo, el cuchillo corvo que lo acompañara toda la vida (incluso ya retirado seguía llevándolo encima); a la manera de orden prusiano relucían en exposición ante quienes lo desearan, especialmente escolares provenientes de distintos puntos del país. El final del recorrido concluía con la interpretación en piano por parte de René de la marcha “Adiós al Séptimo de Línea”, y así, entre acordes marciales los visitantes se iban retirando.
Al morir René, todo ese patrimonio se donó al Ejército y a museos.
Fue en julio de 1934 (la memoria de María Elena no podía precisar el día, tenía muy presente el frío y la nieve) a eso de las nueve de la noche que acontecieron los hechos.
Alberto y Aurora con sus otros hijos habían viajado a Quillota, quedando los dos –mi abuela y René- al cuidado de la casa junto a la cocinera familiar (Elvira) quien ese día estaba de licencia.
Encontrándose frente al hogar de la planta baja, obnubilados por el crepitar de la leña en el fuego, escuchan un grito desgarrador que viene desde arriba, seguido por un fuerte golpe en el techo de la galería externa.
¿Subir o salir?, René toma el viejo y pesado atizador de bronce y abre sigilosamente el pórtico. Entre la bruma de la noche ve correr un hombre a los tumbos, treparse a duras penas por una madera inclinada sobre el muro que daba a la calle y saltar al otro lado. Vuelve sobre sus pasos al interior, con cautela y llevando el dedo índice a los labios le indica a mi abuela María Elena que se quede callada y encara la escalera pensando que podía haber alguien más.
En la planta alta, cerca del cuarto devenido en museo, una ráfaga de viento helado es indicio de la ventana abierta, gira con cuidado el pomo de la puerta, la empuja con un pie y con la mano izquierda enciende la luz, ya no tuvo dudas, el intruso había ingresado por allí.
Un camino de sangre nacía al pie del expositor de espadas, recorría la amplia sala, demarcaba el bajo de la ventana y se hacía línea de gotas púrpura sobre el colchón de nieve en el techado que se apreciaba claramente al asomarse. Todo en su lugar, salvo la vitrina horizontal -la que alojaba condecoraciones, medallas y el cuchillo corvo-, cuya tapa se encontraba levantada. Se acercó y la sorpresa fue mayúscula; el cuchillo que hasta ayer mostraba una hoja reluciente, inmaculada, ahora se veía cubierto de sangre fresca.
Jamás los padres se enteraron, nunca antes alguien había escuchado la historia; ese día decidieron limpiar y callar, en un juramento de décadas, un pacto que María Elena rompería conmigo.
Quizás el general Amengual, el glorioso manco, el héroe de tantas y tantas batallas no se resignaba, quizás aún siga dando vueltas en San Bernardo, quizás nunca murió, tal vez tenía razón Robespierre: "la muerte es el comienzo de la inmortalidad”; quién sabe…
viernes, 1 de abril de 2016
Historia de sangre
“No hay nada más fantástico que la realidad”
Caía a plomo la noche sobre el campamento, corrida por enfrentamientos y escaramuzas -provincia tras provincia-, la tropa agotada descansaba. La Batalla de Pavón aún estaba fresca, hoy en día se sigue discutiendo sobre los motivos que impulsaron la retirada del General Urquiza, regalando la victoria a Mitre, tal vez un pacto secreto.
Con una guardia mínima decidida por el General Benjamín Virasoro, esperaban el regreso de Urquiza y sus soldados (nunca llegaría), quien gozaba de la tranquilidad en su palacio de Entre Ríos.
Noviembre, el calor sofocante minaría la posibilidad de descanso en cualquiera, y estos cuerpos, que no daban para más, no serían la excepción. Un letargo somnoliente se fue apoderando de ellos.
Aprovechando el silencio y la oscuridad, con dos fogones extinguiéndose, fueron cayendo desde los flancos los comandados por el general uruguayo Venancio Flores, quien respondía a las órdenes de Mitre.
No hubo piedad, no hubo miramientos.
Quizás la historia rememora siempre las contiendas, cambiando escenarios, sin nuevas lecciones, con viejas prácticas, esas que los moros enseñaron en su paso por la Península Ibérica y los españoles, los realistas, se encargaron de diseminar por estos lares, entre los paisanos ya acostumbrados con el ganado.
Fueron estas prácticas las que pusieron al ser humano a la altura de un cordero, sin posibilidad alguna de redención; para el que mata, para el que muere. En esa cercanía, la mano, la sangre, la vida y la muerte, la expresión máxima de lo “humano”.
Y fueron con sus cuchillos camperos, los mismos que al mediodía habían sido utilizados para cortar la carne vacuna asada, en un almuerzo lento con final de guitarreada, los que cruzaron la existencia de los desprevenidos, durmiendo, cerca -sin sospecharlo-, del último sueño. No hacía mucho que el gran maestro argentino (Domingo Faustino Sarmiento), en una de las tantas sutilezas con las que gustaba adornar y expresar el sentir profundo, le había escrito a Mitre: “no trate de ahorrar sangre de gauchos…”, o “la sangre de esa chusma incivil, bárbara y ruda es lo único que de humano tienen”.
El General Venancio Flores, digno lugarteniente del General Mitre, dispuesto a traducir en hechos las palabras del sanjuanino, sin clarín que anunciara el pase a degüello dio la orden, y ahí fueron sus hombres en silencio.
La daga civilizadora, en el bando unitario, cayó impune y precisa sobre la masa bárbara de federales.
Brasileros, uruguayos y un par de italianos “especializados”, cada uno con su estilo, un sello casi religioso si me permiten la digresión, un culto pagano; no era lo mismo cortar el cuello de oreja a oreja, o la tráquea, yugular y carótida en un golpe seco de la hoja. Unidos sí por los estertores espontáneos e involuntarios de los músculos y extremidades del reo, entre gorgoteos y vómitos de sangre.
Fueron más de trescientos los degollados.
La realidad de las guerras civiles en Argentina, en una Argentina que comenzaba a dar los primeros pasos, entre federales y unitarios, el interior profundo frente al centralismo del puerto de Buenos Aires.
Una matanza que se conocería como Batalla de Cañada de Gómez, ¿batalla?, vaya paradoja la historia, o sus escribas, esos que delinean con la pluma (y la espada) los libros y manuales que formarán a nuestros niños.
Muy pocos lograron salvarse, pocos evitaron la muerte a filo del puñal. Entre esos pocos, quien escribiría tiempo más tarde el “Martín Fierro”, José Hernández, y el fundador de la Unión Cívica Radical, Leandro Alem.
Sin tiempo para colocar las monturas, a lomo de sus caballos le ganaron la carrera a la muerte.
Esto es historia, no se trata de un cuento.
Caía a plomo la noche sobre el campamento, corrida por enfrentamientos y escaramuzas -provincia tras provincia-, la tropa agotada descansaba. La Batalla de Pavón aún estaba fresca, hoy en día se sigue discutiendo sobre los motivos que impulsaron la retirada del General Urquiza, regalando la victoria a Mitre, tal vez un pacto secreto.
Con una guardia mínima decidida por el General Benjamín Virasoro, esperaban el regreso de Urquiza y sus soldados (nunca llegaría), quien gozaba de la tranquilidad en su palacio de Entre Ríos.
Noviembre, el calor sofocante minaría la posibilidad de descanso en cualquiera, y estos cuerpos, que no daban para más, no serían la excepción. Un letargo somnoliente se fue apoderando de ellos.
Aprovechando el silencio y la oscuridad, con dos fogones extinguiéndose, fueron cayendo desde los flancos los comandados por el general uruguayo Venancio Flores, quien respondía a las órdenes de Mitre.
No hubo piedad, no hubo miramientos.
Quizás la historia rememora siempre las contiendas, cambiando escenarios, sin nuevas lecciones, con viejas prácticas, esas que los moros enseñaron en su paso por la Península Ibérica y los españoles, los realistas, se encargaron de diseminar por estos lares, entre los paisanos ya acostumbrados con el ganado.
Fueron estas prácticas las que pusieron al ser humano a la altura de un cordero, sin posibilidad alguna de redención; para el que mata, para el que muere. En esa cercanía, la mano, la sangre, la vida y la muerte, la expresión máxima de lo “humano”.
Y fueron con sus cuchillos camperos, los mismos que al mediodía habían sido utilizados para cortar la carne vacuna asada, en un almuerzo lento con final de guitarreada, los que cruzaron la existencia de los desprevenidos, durmiendo, cerca -sin sospecharlo-, del último sueño. No hacía mucho que el gran maestro argentino (Domingo Faustino Sarmiento), en una de las tantas sutilezas con las que gustaba adornar y expresar el sentir profundo, le había escrito a Mitre: “no trate de ahorrar sangre de gauchos…”, o “la sangre de esa chusma incivil, bárbara y ruda es lo único que de humano tienen”.
El General Venancio Flores, digno lugarteniente del General Mitre, dispuesto a traducir en hechos las palabras del sanjuanino, sin clarín que anunciara el pase a degüello dio la orden, y ahí fueron sus hombres en silencio.
La daga civilizadora, en el bando unitario, cayó impune y precisa sobre la masa bárbara de federales.
Brasileros, uruguayos y un par de italianos “especializados”, cada uno con su estilo, un sello casi religioso si me permiten la digresión, un culto pagano; no era lo mismo cortar el cuello de oreja a oreja, o la tráquea, yugular y carótida en un golpe seco de la hoja. Unidos sí por los estertores espontáneos e involuntarios de los músculos y extremidades del reo, entre gorgoteos y vómitos de sangre.
Fueron más de trescientos los degollados.
La realidad de las guerras civiles en Argentina, en una Argentina que comenzaba a dar los primeros pasos, entre federales y unitarios, el interior profundo frente al centralismo del puerto de Buenos Aires.
Una matanza que se conocería como Batalla de Cañada de Gómez, ¿batalla?, vaya paradoja la historia, o sus escribas, esos que delinean con la pluma (y la espada) los libros y manuales que formarán a nuestros niños.
Muy pocos lograron salvarse, pocos evitaron la muerte a filo del puñal. Entre esos pocos, quien escribiría tiempo más tarde el “Martín Fierro”, José Hernández, y el fundador de la Unión Cívica Radical, Leandro Alem.
Sin tiempo para colocar las monturas, a lomo de sus caballos le ganaron la carrera a la muerte.
Esto es historia, no se trata de un cuento.
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