viernes, 11 de noviembre de 2011

Paula en su laberinto

Apuró el paso como nunca, faltaban cien metros para llegar, desde la vereda contraria podía divisar la fachada del edificio. Hacía tiempo que no llovía tanto en Buenos Aires. Ese Buenos Aires que llenó sus vacíos. ¡Y ahora!, ahora los dolores del alma, los del cuerpo. Una pelea que no podía ganar.

Se fue de Chile para instalarse con Alejo en Argentina, para vivir el amor de las novelas, el de los sueños. El amor que un surfista marplatense de 34 años, conocido de la familia, le juró en Valparaíso.
Frente a “La Sebastiana” (1) y con el océano Pacífico detrás, en un guiño cómplice que sólo ella podía descifrar, supo de inmediato que el destino la llevaría al otro lado de la cordillera.

Casi dos años ya de la pesadilla y sus ritos posteriores, una constante. Levantarse envuelta en frío sudor pensando en él, correr al lavadero, mojarse desesperadamente la cara y percibir el gusto a sal en la comisura de los labios. Todas las madrugadas, en un agotador periplo dramático.
Un caleidoscopio perfecto: imágenes, sonidos y aromas.
Ahí estaba nuevamente Alejo. Siempre a las cuatro de la mañana, con su cuerpo flaco y marcado, tan solo un pantalón corto, desangrado en la tina, la cuchilla en el suelo, a su lado, erguida la botella vacía de "JB", y un papel, con diminutas gotas de sangre. Olor a whisky y Wagner, para dar un toque épico a la escena.

Todas las noches, con esa estaca de emociones preparada para hurgar en los recónditos laberintos de la mente. Lágrimas, sudor, impotencia. El corazón a punto de estallar, pero no, con ritmo de precipicio sigue latiendo.
Pasar al living, mirar las luces de la gran ciudad y llorar. Ya no habría descanso. Un café negro sin azúcar, y prepararse para escuchar el monótono y repetitivo despertador a las siete. Ducha rápida y partir al trabajo. Eran las cuatro, quedaban tres horas por delante. Horas, siglos…
Horas en las que hubiese jurado percibir sus caricias, aspirar su perfume, los momentos en que ella le tomaba tiernamente la cabeza y revolvía el pelo rubio, rubio de sol y de mar. Él, como un niño se acurrucaba entres sus piernas. Así, en una danza rítmica y acompasada caían juntos a la alfombra para fundirse en pasión.

Su amado hombre aventurero –como le gustaba decir- con las muñecas cortadas, muestra de una existencia que se apagó, y la nota. “Me diste todo y más, te llevo en el corazón. Gracias por el amor, perdón. En el cajón de mi escritorio encontrarás un sobre. Alejo”.

Las siete, la furia del reloj anunciando la pesada carga de un nuevo día. Ojeras por tapar y el dolor que no se acalla con nada. Hasta su psicólogo le insinuó derivarla a un psiquiatra, necesitaba medicación. Pero ella, terca irrecuperable, tan solo atinó a decir: “sigo con vos o se terminó este juego de contar mi vida, sentirme una idiota y continuar viviendo…, perdón, viniendo”.

Corrió envuelta en la música de Wagner que aún resonaba en el ambiente. Nerviosa, torpe ya por naturaleza, tiró de la perilla del cajón, este saltó de las guías y cayó al suelo, dejando en derredor lapiceras, encendedores, un pin de Boca y el sobre.
“Clínica Barelli”, dentro de él un hoja: “Biopsia de vejiga”, y una descripción: “carcinoma con afectación en ganglios linfáticos y órganos adyacentes”, firma y aclaración: Dr. Rodolfo Ansaldi.

Ahora estaba abriendo la puerta del departamento, el de los recuerdos, el de los aromas, 714 días, todos iguales. La angustia multiplicada por 714.
Ese departamento y esa historia, que ella no estaba dispuesta a abandonar.

Ni bien entró, buscó en la cómoda la hierba, se preparó un cigarrillo, lo depositó suavemente en la mesa ratona y se dirigió al baño. Puso el tapón en la tina dejando correr el agua caliente hasta veinte centímetros antes del borde.
Regresó al living, encendió el faso y se echó de espaldas en el sofá, miró el techo, fue bajando con la vista hasta la foto de él en la pared, inhaló profundamente, por primera vez en 714 días se sintió bien, sonrió…
Hoy dejaría de sufrir.


(1) Casa de Pablo Neruda –convertida en museo- ubicada en la ladera de un cerro.