sábado, 26 de julio de 2014

Toda una vida dedicada a la Patria

- Ingresa muy joven a la Academia Militar donde recibe la formación castrense.
- Vuelve a Quillota y sirve en el Batallón Cívico local hasta el grado de Capitán.
Abandona su ciudad natal para desempeñarse como oficial de la Alcaldía de la Aduana de Valparaíso.
- A los 22 años, decide reintegrarse al servicio nuevamente y le acepta la petición el Teniente General Manuel Blanco Encalada (4-6-1837). Se integra al Batallón Cívico Nro. 2 del puerto. Dos días después, se enfrenta a las fuerzas rebeldes del Coronel José Antonio Vidaurre.
Por su valor en los encuentros armados, se le otorga el grado de Capitán de Ejército (14-6-1837).
Aquí comienza oficialmente la carrera militar de Santiago Amengual, rubricada por la participación en las campañas contra la Confederación Peruano-Boliviana.
- En 1842 es designado Ayudante del Ministro de Chile, don Ventura Lavalle. Ejerce tareas de índole diplomática para normalizar las relaciones con Bolivia.
- El 26 de marzo de 1846 se le reconoce el empleo de Capitán efectivo y pasa a prestar servicio en el Cuerpo de Asamblea.
El 3 de octubre del mismo año, es transferido al Batallón Chacabuco.
- El 29 de octubre de 1849 asciende a Sargento Mayor. Tal promoción conquistada por su actuación en la Batalla de Yungay.
A estas alturas, Santiago Amengual venía destacándose desde hacía ya casi diez años por sus atributos para crear cuerpos militares de la más variada índole.
En 1840 organizó la Artillería de Marina; en 1842 el Escuadrón de Lanceros de Valparaíso; en 1844 cinco Escuadrones de Caballería en Quillota.
Funda en 1851 el Batallón de Cívicos Nro. 4, y el 2 de febrero de 1859 el Batallón Nro. 7 de Línea, el mismo que reorganizara veinte años después.

- El 17 de marzo de 1859 comandando el Séptimo de Línea, de 440 plazas, se acantona en Curimón, ante signos de alteración del orden público.
Con fecha 6 de agosto de 1861, obtiene grado de Coronel efectivo. Un mes después se acoge al retiro absoluto de las filas, en virtud de una herida grave recibida en la revolución de 1859, que le deja inutilizado completamente el brazo derecho.
Se dedica un tiempo a las labores agrícolas, pero la pasión por la Patria pudo más, y es vuelto al servicio el 23 febrero de 1877 para ser edecán del presidente Anibal Pinto Garmendia.

Después de su intervención gloriosa en la Guerra del Pacífico se retiró a la vida civil en 1888 con el grado máximo de General de División concedido el 18 de agosto de 1887. Su "última" tarea en el Ejército, la prestó integrando la Comisión Calificadora de Servicios desde el 24 de septiembre de 1880.

No pudo con el genio, y se sumó a las fuerzas que defendieron al Presidente José Manuel Balmaceda Fernández en la asonada del Congreso de 1891.
Al ser derrotados, el Presidente se suicida en la embajada argentina y Santiago Amengual es degradado (sic), padeciendo la persecución de los vencedores y llevando una precaria existencia; él y la familia.
En 1896 por vía de la Ley de Amnistía e Indulto decretada por el Presidente Jorge Montt Álvarez (sucesor de Balmaceda), es reivindicado en su grado militar de General de Ejército; con todos los honores.

Muere en la paz del hogar, el viernes 29 de abril de 1898, a la 1:10 de la tarde.
Lo acompañaban su esposa Celia Peña y Lillo, sus hijos (entre ellos mi bisabuelo Alberto), amigos y el médico de cabecera, el Dr. Moisés Amaral.
Las honras fúnebres tuvieron lugar en la Iglesia Santa Ana. A la salida del templo, 925 soldados del Batallón Nro. 1 de Infantería y un Escuadrón del Regimiento Nro. 2 de Caballería rindieron los honores póstumos.
Tras la cureña, cubierta de flores y escoltada por cuatro batidores a caballo, marchaban el Cuerpo de Inválidos y Veteranos del 79, portando su estandarte enlutado y la Escuela Militar.

Don Carlos

La densa neblina impedía ver con claridad, aceleré para darle alcance, sentado al volante del auto y paralelo a su bicicleta no tuve dudas, era él, don Carlos. Hice sonar la bocina, bajé la velocidad para seguir su andar, inclinó la cabeza hacia la izquierda y me miró, reconocí su característica expresión de ternura y saber. Giró lentamente el manubrio hacia la derecha buscando la banquina al costado de la ruta, se detuvo y quedó esperando. Frené unos dos metros adelante.
No me atreví a bajar, estaba completamente alterado, por el retrovisor externo de mi lado lo vi parado al lado de la bicicleta, apoyada sobre la cadera, su figura alta, delgada pero fuerte, recta como un junco, irradiaba luz, aura.
El escenario descrito, más la luna que se apreciaba parcialmente entre nubes, hacían de este momento nocturno algo mágico, especial, y a su vez cargado de incertidumbre; por lo desconocido, aunque íntimamente esperado, buscado, y cuando llega no deja de alterarnos, nos saca del eje; al que nos acostumbramos tras lo habitual de lo cotidiano, de la existencia común, “normal”, de la mayoría de las personas.
Don Carlos me hizo una seña para que descendiera y así lo hice, caminé lentamente hacia él.
-¡Carlos! – lo estreché en un fuerte y cálido abrazo, y percibí de inmediato el aroma característico a jabón de lavanda, fresco. -¿Cómo está Marcelo?
-Un tanto confundido, siempre lo tengo presente, es más, en la mesa de luz he dejado el libro que me regaló de Pablo Neruda… -no pude terminar la frase.
-”¡Confieso que he vivido!”
-Exacto, bastante seguido lo tomo, lo hojeo, releo su dedicatoria, en fin, era una manera de acercarme, de tenerlo presente.
-¿A Neruda? –una pregunta en línea con su sarcasmo habitual.
-¡A usted Carlos!, no me olvidó de todo lo que hemos compartido, y sabe que lo admiro, y lo extraño.
Para mí significó una fuente inagotable de conocimientos, de vida -¿De vida?
-Sí, de vida, muchas veces me encuentro en situaciones cotidianas que me llevan a recordar cosas que usted me contaba le habían pasado, sus consejos… -me interrumpió:
-Pero no olvide que esas experiencias son las de uno, intransferibles, un momento es un mundo, es usted y su circunstancia. -¡Ortega y Gasset!, “yo soy yo y mi circunstancia”.
-Así es, uno acorde con lo que vive, a la circunstancia en que está sumergido, unicidad: usted y lo que le pasa, lo que le pasa y usted, un círculo.
Cambió de tema, una costumbre entre nosotros, aunque siempre me reprochaba que lo cortaba cuando estaba hablando, antes de finalizar.
-¿Imagino que no olvidó aquello de “todo está en los clásicos”?
-Obvio, aunque resulta tedioso para infinidad de lectores “El Quijote”, o “Crimen y castigo”…
-Seguramente resulta tedioso para aquellos que están pendientes de la inmediatez, de la cultura “fast food”, todo ya, todo ahora, todo rápido, textos que no requieren demasiada concentración, porque así fueron escritos; escritos desde lo llano, que no es lo mismo que decir desde el llano, no desde la profundidad del alma humana. Lo efímero, con perogrulladas que para personas poco exigentes son revelaciones, mundos descubiertos. ¡Y ojo!, no es un juicio de valor hacia el lector, no digo ni que esté bien ni mal, tan solo describo una realidad, y coincidirá seguramente conmigo.
-Totalmente, el videoclip, los cortos publicitarios, lo predigerido, no hay un ida y vuelta. Lo largan, lo consumo, listo, final, a otra cosa.
-La lectura de aquellos grandes de la escritura requiere de tiempo, concentración, pensar y repensar. No es una tarea sencilla, al menos en la actualidad, ¡pero qué placer!, en fin, pocos pueden abstraerse del celular, de escribir mensajes por cualquier tema trivial, “salgo con bufanda, hace frío”.
-Jajaja, es verdad, todavía no caí en esas boludeces.
-¡Usted no Marcelo!, Dios nos libre.
-¿Se hizo creyente?
-¡No!, mucho menos a esta altura, es una frase de forma, atávica diría.
Hablando de escritores, pese a que usted lo niegue, la tecnología le interesa bastante, ¿notó esto del contacto físico con los libros?, es otra cosa, son irreemplazables.
-Pues claro, he tratado de leer en dispositivos digitales pero no es lo mismo, ¡qué se yo!, serán más prácticos, todo lo que quiera, pero no pueden suplantar el texto sobre papel.
-¿Sabe qué sucede amigo?, el aroma que emana del papel de los libros, es adictivo, embriaga, no se puede reemplazar. ¿Nunca le pasó de estar concentrado en la lectura y sentir al instante la necesidad de oler las páginas?
-¡Infinidad de veces!, es como usted dice, así como el que fuma no pude prescindir de la nicotina, los lectores de libros necesitamos ese efluvio.
¿Puedo decirle algo? -Sí, por supuesto, sabe usted que nada es casual.
-Me ganó de mano una vez más, eso es lo que iba a preguntarle, tantas veces en el pasado hablamos sobre la casualidad, que no existe, que todo tiene una razón de ser.
-Sí, aquello del universo en un esquema de momentos encadenados uno al otro y que nada es azaroso, la causalidad.
-Entonces usted aparece después de dos años, cómo de la nada, y seguro sabe de cuánto lo pienso, lo recuerdo.
-De la nada no aparezco, y mire si sabré cuánto me extraña que hasta podría enumerar las veces que pasó por el frente de mi casa, y en cuantas estuvo a punto de golpear las manos para llamarme, o pegarme uno de sus gritos: “doooon Caaaarlooos” –imitaba mi voz y al finalizar se echó a reír; a borbotones se precipitaron en mi memoria las tardes de mates, las tortillas por él amasadas, de harina de maíz, soja y miel, o ese brebaje de malta que sabía horrible a mí paladar, pero lo ingería con fingido placer. Supongo que se daba cuenta, ¡seguro se daba cuenta!, y nunca me lo dijo, aunque lo insinuaba: “¿no le gusta verdad?”, -sí don Carlos, prefiero un café pero es agradable esta infusión. Era un acuerdo entre dos personas que de verdad se quieren, se respetan, que disfrutan al compartir conocimientos, vivencias (más yo de él, como es de imaginar), ideas, discusiones. En un orden que no era de pares, pues lo consideraba un maestro, se lo decía, su respuesta, enmarcada por una sonrisa y juntando los dedos de la mano derecha en un racimo: “¡qué maestro ni qué maestro!, dejese de joder”.
-A los tres meses de su partida me aboqué con toda pasión y energía a profundizar sobre los sueños lúcidos, alguna que otra vez recuerdo que lo hablamos.
-Mire, hay quienes pensarán que son cuestiones de oscurantismo, supercherías, pero están asociadas a los viajes astrales, a los maestros budistas orientales, los del Tíbet, y hay menciones hasta en pueblos aborígenes de nuestro continente, es otro grado de la conciencia, y repito: conciencia, acompañado de la espiritualidad que emana del cosmos, ¡ojo!, nada que ver con la espiritualidad que pasa por las religiones, los altares, los rezos a un ser superior, ¿soy claro?
-Ya sé a lo que se refiere, a la espiritualidad entendida como dimensiones paralelas, y nosotros, como simples mortales no logramos abarcar, salvo abriendo la mente a nuevas experiencias.
-Sí, pero en esto de abrir la mente juegan los prejuicios, la cultura y sobre todo la educación, más en occidente donde todas estas cosas se las suele minimizar o asociar con lo primitivo, pero lo primitivo en el sentido de bárbaro, no evolucionado.
-Es así me querido don Carlos, ¡claro!, pero es la evolución de occidente, comillas para evolución obviamente, que niega lo que desconoce, a lo que teme, a lo que se escapa del control social.
-Así es, lo que no se puede dominar desde el estado, desde lo religioso institucionalizado, es un peligro, entonces se lo ridiculiza y se estigmatizan a quienes buscan otra mirada.
-Claro, pasó tantas y tantas veces a lo largo de la historia de la humanidad, veamos a Galileo, el mejor ejemplo. Igualmente me sorprendió que apareciera aquí en mi sueño, durante varios meses traté de materializarlo y no hubo forma.
-Son pruebas, no todo le puede ser tan sencillo, alcanzar los deseos al mínimo chasquido de los dedos, ¿le daría realmente valor?
-No, la verdad que no, y ahora, cuando no lo esperaba…, y no quisiera despertar, me siento muy bien, feliz. Se acercó, me abrazó, y fijando sus profundos ojos celestes en los mios me dijo:
-Llame a mi nieto Martín y pídale un libro de mi biblioteca, él la tiene, busque “Tratado de la Desesperación”, dentro encontrará una nota. Las respuestas muchas veces están más cerca de lo que uno cree, ya verá. Así, en esa neblina, en esa noche cerrada, con su aura, sin más palabras, subió a su bicicleta inglesa color verde y se perdió en un túnel de bruma.
Desperté tranquilo, en paz, e inmediatamente transcribí en mi apuntador de sueños todo lo vivido, detalle por detalle. Ansioso a tiempo completo, no veía la hora de tener en mis manos el libro de Soeren Kierkegaard; y promediando la mañana llamé a Martín. Después de un intercambio de palabras que hacen al sentido de urbanidad y buenas costumbres, lo conocía de vista, de haber intercambiado algunos “hola” y “chau”, en lo de su abuelo, quedamos que pasaría a las seis de la tarde.
Sabiendo de mi puntualidad por comentarios de don Carlos, a la hora estipulada me encontraba en la puerta de su casa, él esperaba parado sobre el descanso. Nos saludamos con un apretón de manos y me acompañó por el largo pasillo que terminaba en una biblioteca de un metro y medio de ancho aproximadamente y se perdía hasta topar con el techo.
-Ahí están todos los libros de mi abuelo, buscalo tranquilo mientras preparo un café, ¿querés?
-Perfecto, apenas azúcar, gracias.
Nos sucede a los que amamos los libros, después de haberlos tenido en nuestras manos, de acariciarlos, “sentirlos”, fijarnos en ellos, los recordamos como una foto: la tipografía del lomo, el color, una rotura ínfima.
Casi a la altura de mi pecho, el cuarto desde la izquierda; verde musgo, vuelto a encuadernar, con la única palabra: “Tratado” en el lomo. En la cubierta sí el nombre completo: “Tratado de la Desesperación” y por debajo en letras inclinadas “Soeren Kierkegaard”.
Lo leí en dos oportunidades, y en conocimiento de mis limitaciones, quizás tres hubiesen sido las convenientes, para comprenderlo en esencia, en su totalidad, la obra cumbre del maestro del existencialismo.
En la mitad del libro encontré la hoja, esas que se utilizaban en tiempos idos para enviar cartas, un papel muy fino, para que no pesara y encareciera el valor del estampillado, color celeste, con una filigrana en la que se leía Carlos Florit.
La caligrafía perfecta era inconfundible, precisa y preciosa, armonía en las formas, en la traza.

Marcelo, querido amigo:

No es nada extraño dejar una nota para ser leída cuando uno se haya marchado de este mundo. Lo extraño es que usted se enterará de su existencia al ingresar en un sueño. ¿Sorpresa?, ¿le parece?, piense un poco, en todo lo que hablamos sobre el sentido de la vida, la muerte, de otras dimensiones, de la transmutación de las almas y de los sueños… Discutimos un par de veces sobre la casualidad y el azar, ¿sigue dudando?, piense. Conocerme, la pasión por los libros, la política, la filosofía, el amor por los perros, las plantas, ¿casualidad? ¿Recuerda aquello de Hamlet?, seguro que sí, ¡si me lo recitaba de memoria!, las palabras que Shakespeare pone en boca del Príncipe de Dinamarca: “morir es dormir, y tal vez soñar…”, y esto otro: “pues el considerar, que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro…”; ¿es claro verdad? ¡Ay amigo mio!, la muerte física es una realidad ineludible, llegará más temprano, más tarde, vivimos con la muerte, ella está agazapada esperando, y siempre gana, vivimos para morir, es la principal certeza del ser humano, su agobio, su sempiterna tortura, pero nosotros debemos corrernos de ese lugar, es innecesario estar afligido por eso. Hay que aceptarla, convivir con ella, pensando en otros estadios del ser. Lo humano no es tan solo un cuerpo, es muchísimo pero muchísimo más que eso. Usted ya conoce el secreto y sabe a dónde apunto, lo imagino con esa mueca socarrona de tipo sabelotodo, más por inseguridad que por soberbia; amigo mio, la muerte no es lo contrario de la vida, lo que está en la vereda de enfrente y es peor, mucho peor, se llama OLVIDO, y en el recuerdo que usted tiene permanente de mi, en sus pensamientos, en sus evocaciones, en los sueños, siempre viviré.

Hasta un próximo encuentro.

Carlos, con el cariño de la eternidad, ¡vaya que lo sorprendí!


Otra enseñanza del maestro, tan lejos…, tan cerca.