lunes, 19 de septiembre de 2016

El legado del general

Lo que he de contar me fue transmitido por mi abuela María Elena Amengual Astaburuaga, quien vivía en ese entonces en San Bernardo, Chile, junto a sus seis hermanos y padres: Alberto y Aurora.
Aurora, siendo apasionada profesora de piano supo inculcar esta devoción a los hijos, muy especialmente a René, quien llegaría a convertirse en un conocido concertista, lamentablemente murió joven -y quizás no sea tan malo si pensamos en decrepitudes y otras lindeces-, a los 43 años en 1954, de peritonitis, al regresar de una gira por Noruega.
Eran nietos del general Santiago Amengual Balbontín (1815-1898), héroe de la Guerra del Pacífico, también conocido como “el manco” glorioso.
Aclaro algo que hace a la verdad del personaje; lo de manco surge a raíz de una lesión sufrida en la batalla de Loncomilla (1851) que le inutilizó el brazo izquierdo, no lo perdió.
En la planta alta de la casona existía un salón destinado a todo lo concerniente al héroe: medallas, uniformes, espadas, el corvo, el cuchillo corvo que lo acompañara toda la vida (incluso ya retirado seguía llevándolo encima); a la manera de orden prusiano relucían en exposición ante quienes lo desearan, especialmente escolares provenientes de distintos puntos del país. El final del recorrido concluía con la interpretación en piano por parte de René de la marcha “Adiós al Séptimo de Línea”, y así, entre acordes marciales los visitantes se iban retirando.
Al morir René, todo ese patrimonio se donó al Ejército y a museos.
Fue en julio de 1934 (la memoria de María Elena no podía precisar el día, tenía muy presente el frío y la nieve) a eso de las nueve de la noche que acontecieron los hechos.
Alberto y Aurora con sus otros hijos habían viajado a Quillota, quedando los dos –mi abuela y René- al cuidado de la casa junto a la cocinera familiar (Elvira) quien ese día estaba de licencia.
Encontrándose frente al hogar de la planta baja, obnubilados por el crepitar de la leña en el fuego, escuchan un grito desgarrador que viene desde arriba, seguido por un fuerte golpe en el techo de la galería externa.
¿Subir o salir?, René toma el viejo y pesado atizador de bronce y abre sigilosamente el pórtico. Entre la bruma de la noche ve correr un hombre a los tumbos, treparse a duras penas por una madera inclinada sobre el muro que daba a la calle y saltar al otro lado. Vuelve sobre sus pasos al interior, con cautela y llevando el dedo índice a los labios le indica a mi abuela María Elena que se quede callada y encara la escalera pensando que podía haber alguien más.

En la planta alta, cerca del cuarto devenido en museo, una ráfaga de viento helado es indicio de la ventana abierta, gira con cuidado el pomo de la puerta, la empuja con un pie y con la mano izquierda enciende la luz, ya no tuvo dudas, el intruso había ingresado por allí.
Un camino de sangre nacía al pie del expositor de espadas, recorría la amplia sala, demarcaba el bajo de la ventana y se hacía línea de gotas púrpura sobre el colchón de nieve en el techado que se apreciaba claramente al asomarse. Todo en su lugar, salvo la vitrina horizontal -la que alojaba condecoraciones, medallas y el cuchillo corvo-, cuya tapa se encontraba levantada. Se acercó y la sorpresa fue mayúscula; el cuchillo que hasta ayer mostraba una hoja reluciente, inmaculada, ahora se veía cubierto de sangre fresca.
Jamás los padres se enteraron, nunca antes alguien había escuchado la historia; ese día decidieron limpiar y callar, en un juramento de décadas, un pacto que María Elena rompería conmigo.
Quizás el general Amengual, el glorioso manco, el héroe de tantas y tantas batallas no se resignaba, quizás aún siga dando vueltas en San Bernardo, quizás nunca murió, tal vez tenía razón Robespierre: "la muerte es el comienzo de la inmortalidad”; quién sabe…