A horas de la muerte de mi madre no puedo pasar por alto esa frase que nos machacan de pequeños: "los hijos entierran a los padres".
Tratar de mentalizarse sirve muy poco, cuando llega el momento caemos irremediablemente en lo profundo de la pérdida.
Siento el desgarro en el pecho -no es una metáfora-, es real, es físico; me duele todo el cuerpo al pensar en una última caricia, un último beso, un adiós. Las lágrimas no cesan y cuando no estén por fuera...
Imposible olvidarla. Desde el trabajo y la garra -sola, de toda soledad, divorciada- a puro esfuerzo logró que sus dos hijos tuvieran una vida digna; nunca faltó la comida, la ropa, la educación, y las ansiadas vacaciones, todos los años.
Lo tremendo, lo difícil de digerir, es que la muerte le llega cuando nada lo hacía prever. Sus achaques, producto de esa maldita enfermedad cuyo nombre pasó a ser moneda corriente desde que se la detectaron: artritis reumatoidea, no impedían que cocinara -¡y qué bien lo hacía!- o que me regañara (un ritual entre nosotros a partir de estar más de dos horas juntos), por cualquier motivo. ¡Cómo la extrañaré!
Y cuando veo una foto de ella, joven -y no tanto- me digo: ¡vaya destino!; tan bella, tan erguida, una modelo de su tiempo caminando por la vida a largos trancos. Ahora débil, frágil, mirarse en el espejo y ser una mueca del pasado. Solía decir: "¡de qué sirve llegar a vieja así!". Pero le temía a la muerte.
Quiero recordarla al frente de la farmacia, cerca del Hospital de Niños, en Barrio Norte. Entraban las madres, muy pobres, con sus críos y una larga receta de medicamentos. El dinero, contado muchas veces por monedas, no alcanzaba; ella, tan solo se limitaba a decir: "para que se cure tu niño tenés que llevar todos, el dinero que falta, cuando puedas venís y me lo devolvés, pero ahora llevás todos los medicamentos". Así era. Y esas madres retornaban; con la plata que debían, dejándole algún regalito: un perfume barato, un chocolate.
Ahí están en la biblioteca de casa sus libros (con la fecha y su firma): "Cien años de soledad" (una de las primeras ediciones de Sudamericana); "La mujer rota" y "La vejez" de Simone de Beauvoir, y muchos más.
Tu vida no fue en vano, queda el palpitar de la sangre y en cada recuerdo lo que vivimos juntos. Estarás, hasta el momento final en mi corazón, ahora muy dañado.
Perdón si no he sido tan buen hijo, perdón si alguna vez fallé, en muchas oportunidades no me salía esa historia de hacerte caso.
Siempre te amaré.