Todos tenemos antepasados que se remontan hasta los confines del tiempo, de la historia. La fortuna o dicha de algunos es poder desentrañar esa madeja, tirar del hilo que tantas pero tantas veces se escapa, y reconstruir el tejido de aquellos que conformaron nuestro ser. Dejo un testimonio, la botella arrojada al mar, alguien la recogerá algún día.
martes, 26 de agosto de 2014
Al diván
Tengo algo para decir. Prefiero sentarme frente a mi amigo Adrián Krause, filósofo, antes que visitar nuevamente un psicólogo/psicóloga para contarle mis penas, padeceres de la vida, del pasado, del futuro, del porqué en el planeta, en fin, toda una suerte de cuestionamientos e interrogantes que cruzan la cabeza de aquél que leyó más de dos libros. El iletrado no necesita estas cosas, ni se las plantea, vive más plácidamente y sin tantos dramas. ¡Pobre! (mi amigo Adrián), entre mate y mate se banca lo que venga. Los temas surgen de manera fortuita (¡bah!, en realidad no hay casualidad), una catarata de preguntas, discusiones, ida y vuelta sobre un tema, y otro, y otro. ¿Dios?, ¿un ser superior creador del universo?, permítanme expresarlo claramente: ridículo. Hasta suelo trenzarme con creyentes, y sí, me trae kilombos, pero me gusta, soy lo que se denomina un transgresor, un provocador, o en el idioma de la calle un rompepelotas. Hijo de padres separados, ¿vieron qué todo el mundo le echa la culpa de sus males a las desavenencias paternas?, resulta una buena excusa, además, hoy en día,¿quién no tuvo, o tiene, una familia disfuncional?, raro, muy raro. Primaria en escuela de los Hermanos Maristas, secundaria en el Liceo Militar General San Martín. Un lacaniano en terapia me miraba hablar, ¡me sentía tan idiota!, un monólogo (de mí parte) y silencio sepulcral. Me miraba (con sus ojos de vaca, agrandados por efecto de las gafas, de tupida barba entrecana, amarillento el bigote de nicotina) y no pronunciaba palabra. No me servía, necesito la interacción con el profesional, ¿profesional?, con el psicólogo, se entiende. Así, en una entrevista de admisión a la que concurrí después de la fallida experiencia con “ojos de vaca”, me derivaron a la licenciada Roxana, el apellido lo reservo por cuestiones obvias, quien sería la indicada, acorde mi necesidad, esa que les comenté: interactuar. Interactuamos tanto que terminamos teniendo sexo en el diván. A la cuarta o quinta sesión (sexsión es más apropiado), después de los devaneos carnales –me recibía con un beso en la boca- dijo: “no va más esto”, -lo sé, pero la verdad me encanta acostarme con vos. Seguimos revolcándonos un tiempo más, hasta que sentí que me enamoraba, se lo dije, terminamos. Con otra carga encima, ya que la “indicada” me dejó peor, tuve que conseguirme un nuevo terapeuta para contarle que mantuve relaciones con mi ex terapeuta, que estaba enamorándome, y que decidió terminar conmigo. En este ir y venir de psicólogo en psicólogo (perdida de dinero, hasta Roxana cobraba, imaginen la confusión…), un buen día, harto, recurrí por fin a mi amigo Adrián, ya les conté, el filósofo, dándome cuenta que mucho antes tendría que haberlo hecho. Los contrapuntos al calor del existencialismo, ese que habla de la libertad, la responsabilidad individual, las emociones y el significado de la vida, son un entramado de disquisiciones que me llegan. Había leído (yo) casi toda la obra de Nietzsche, algo de Heidegger y los libros de Simone de Beauvoir: “La vejez” y “La mujer rota” (ambos herencia de mi madre), de Sartre algunos ensayos y notas. Bien, los encuentros con Adrián resultaron gratificantes y esclarecedores. En cuestiones religiosas para mí el asunto es más simple (como escribí líneas arriba), no creo. Es imposible aceptar a Dios con sus perversiones y maldades, con los sacrificios y sanciones. El tipo inserta –permítanme el término- a su hijo en el seno de una pobre familia para que la mujer lo engendrara, el esposo carpintero, al principio dudaba, pero Dios, viendo que el asunto se le iba de la manos lo envía al arcángel Gabriel (especie de mandadero, que se la pasaba yendo y viniendo, anunciando y haciendo las veces de vocero) con la secreta misión de convencerlo del milagro y la castidad de Ella. Ya más tranquilo, José prosiguió con su trabajo en la carpintería, adelantando pedidos que había descuidado con motivos de la duda. Duda que es comienzo y fin de todo y todos, no tan solo jactancia de intelectuales. El muchacho, el de Belén, el de la Trinidad, ya crecido salió a propalar el mandato supremo, terminando como sabemos en la cruz. Cruz a la que fue subido, aunque las manos hayan sido romanas, por los judíos, que en estas cosas de aparecidos y mesías la tenían muy clara, y no le creyeron. El medido prefecto de la provincia de Judea, Poncio Pilatos, no encontraba motivos para darle muerte, sin embargo la insistencia pudo más y ahí fue (el hijo), a sufrir y morir por nosotros. ¡Qué padre!, el celestial, no el otro, José (que en realidad no era el padre, recuerden lo del arcángel), presenciando desde lo alto semejante calvario, imperturbable dejó que prosiguiera en pos de la obra (su obra, en cuerpo y alma del hijo). Mientras tanto esperaba Pedro, seudónimo que le colocó Jesús en reemplazo de Simón, y Pedro, el obediente, el de la piedra, perdonado de antemano por negarlo tres veces, fundó en su nombre la iglesia, que lo fue sobre el nombre Pedro, o piedra, en nombre de Jesús, el hijo del Altísimo, que lo dejó a su suerte, para hacerlo resucitar más tarde. En estas divagaciones me encontraba cuando anunciaron que el atentado a las torres gemelas en Nueva York había sido pergeñado y planificado por un tal Bin Laden, quien en nombre de Dios decidió castigar a los infieles, y Bush, en nombre de Dios comenzó a preparar la escalada bélica. Todos unidos por el Señor. Y me vino a la mente (¿iluminación?) la sentencia del portugués Saramago: “Dios no es de fiar”.
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