Así de la nada, o desde el mismo fondo del sentimiento oculto, el que viene de lejos, ella, él, se enamoraron.
Hubo un instante en que la amistad mutó, cambió el beso en la mejilla por el de los labios, y fue furor, pasión. Para no retornar jamás a la fuente, esa en la que bebieron sin saber lo que depararía el destino.
Ella era blanca, luminosa, madre joven; él, mayor, empedernido lector de historia, filosofía y genealogía, galante al extremo y preocupado por el aspecto personal, aparentando varios años menos de los que cumpliría en breve, superando la barrera de los 45. Muchos pensaron, y ellos también: ¡imposible!
Entre jornadas de trabajo salpicadas por cafés, anécdotas y alfajores fueron cimentando la relación, un vínculo que pasó rápidamente de compañeros a “amigos/psicólogo/paciente”. Ella le contaba aspectos de su vida que nunca antes había exteriorizado y él la guiaba, la escuchaba, le prestaba el oído y el hombro.
Se sentían muy bien uno con el otro, anhelaban comenzar el día para encontrarse y charlar, para estar cerca.
En esa fiesta, “la fiesta”, la que la multinacional en que trabajaban organizaba para fin de año, él sintió que algo se había roto y no se podía reparar. En realidad se rompió en mil pedazos la visión de la amistad; otros ojos, y otras formas se insinuaban frente a ella. Le costaba aceptarlo, no lo quería aceptar.
Y hubo dolor, porque el seguir escuchando aspectos íntimos de su vida ya le afectaba de manera directa, frontal, una trompada a la mandíbula. ¿Cómo seguir simulando?, imposible, no era su estilo, además, no quería vivir una farsa. Que sea lo que tenga que ser, o lo que haga para que sea.
Y ahí fue él, a torcer con breves palabras el rumbo, percibió el nerviosismo y un brillo distinto en los profundos ojos verdes. Sí, fue así, mirarse y entenderse, luego de la corta pregunta: “¿querés que te proteja?”, y ella, con timidez y a cara roja como nunca, tan solo murmuró: “puede ser…”. No había marcha atrás, las cartas se jugaron, y para el lado del amor.
Dos días después se besaban por primera vez, ambos corazones explotaron, presenciando la escena apasionada un inconmovible General Roca desde lo alto en el caballo y los transeúntes despreocupados que a esa hora de la tarde y en una esquina, poco les importaba una pareja acaramelada. Con una rosa en una mano, regalo de él, y en la otra el infaltable celular, ese aparatejo que era parte del cuerpo; podría prescindir de un brazo, ¡pero del teléfono no!
Hacía unos meses que habían decidido compartir el amor en un departamento cercano al Obelisco. Esa noche ella preparó su plato preferido: canelones de acelga con salsa roja y blanca.
La llamó desde la oficina, cerca de las 20 horas: “ya salí amore, en 15 estoy, te amo”; “yo también te amo mucho, acordate de comprar el heladito…”.
Mientras ella terminaba de acomodar la mesa esperando que llegara, decidió encender la tele, estaba en TN, el canal de noticias que él sintonizaba todas las mañanas para decirle que cantidad de ropa llevar: “hace frío, mucho, abrigate…”, “tanta ropa no, está fresco pero va a subir la temperatura…”.
Quedó como hipnotizada con el comentario del movilero: “acaba de ocurrir un accidente fatal, casi en la puerta del edificio de Eva Perón en la Avenida 9 de Julio, un auto cruzó en rojo y atropelló a un peatón dándole muerte al instante, aún no se conocen datos…”.
Un frío desgarrador le atravesó la columna, tomó el celular y llamó: “¡hola!…”; respondió una voz no reconocible: “hola, mirá, este celular está tirado acá en la calle al lado de una persona, soy de la Metropolitana, ¿con quién hablo?…, hola, hola…”.