“No hay nada más fantástico que la realidad”
Caía a plomo la noche sobre el campamento, corrida por enfrentamientos y escaramuzas -provincia tras provincia-, la tropa agotada descansaba.
La Batalla de Pavón aún estaba fresca, hoy en día se sigue discutiendo sobre los motivos que impulsaron la retirada del General Urquiza, regalando la victoria a Mitre, tal vez un pacto secreto.
Con una guardia mínima decidida por el General Benjamín Virasoro, esperaban el regreso de Urquiza y sus soldados (nunca llegaría), quien gozaba de la tranquilidad en su palacio de Entre Ríos.
Noviembre, el calor sofocante minaría la posibilidad de descanso en cualquiera, y estos cuerpos, que no daban para más, no serían la excepción. Un letargo somnoliente se fue apoderando de ellos.
Aprovechando el silencio y la oscuridad, con dos fogones extinguiéndose, fueron cayendo desde los flancos los comandados por el general uruguayo Venancio Flores, quien respondía a las órdenes de Mitre.
No hubo piedad, no hubo miramientos.
Quizás la historia rememora siempre las contiendas, cambiando escenarios, sin nuevas lecciones, con viejas prácticas, esas que los moros enseñaron en su paso por la Península Ibérica y los españoles, los realistas, se encargaron de diseminar por estos lares, entre los paisanos ya acostumbrados con el ganado.
Fueron estas prácticas las que pusieron al ser humano a la altura de un cordero, sin posibilidad alguna de redención; para el que mata, para el que muere. En esa cercanía, la mano, la sangre, la vida y la muerte, la expresión máxima de lo “humano”.
Y fueron con sus cuchillos camperos, los mismos que al mediodía habían sido utilizados para cortar la carne vacuna asada, en un almuerzo lento con final de guitarreada, los que cruzaron la existencia de los desprevenidos, durmiendo, cerca -sin sospecharlo-, del último sueño.
No hacía mucho que el gran maestro argentino (Domingo Faustino Sarmiento), en una de las tantas sutilezas con las que gustaba adornar y expresar el sentir profundo, le había escrito a Mitre: “no trate de ahorrar sangre de gauchos…”, o “la sangre de esa chusma incivil, bárbara y ruda es lo único que de humano tienen”.
El General Venancio Flores, digno lugarteniente del General Mitre, dispuesto a traducir en hechos las palabras del sanjuanino, sin clarín que anunciara el pase a degüello dio la orden, y ahí fueron sus hombres en silencio.
La daga civilizadora, en el bando unitario, cayó impune y precisa sobre la masa bárbara de federales.
Brasileros, uruguayos y un par de italianos “especializados”, cada uno con su estilo, un sello casi religioso si me permiten la digresión, un culto pagano; no era lo mismo cortar el cuello de oreja a oreja, o la tráquea, yugular y carótida en un golpe seco de la hoja. Unidos sí por los estertores espontáneos e involuntarios de los músculos y extremidades del reo, entre gorgoteos y vómitos de sangre.
Fueron más de trescientos los degollados.
La realidad de las guerras civiles en Argentina, en una Argentina que comenzaba a dar los primeros pasos, entre federales y unitarios, el interior profundo frente al centralismo del puerto de Buenos Aires.
Una matanza que se conocería como Batalla de Cañada de Gómez, ¿batalla?, vaya paradoja la historia, o sus escribas, esos que delinean con la pluma (y la espada) los libros y manuales que formarán a nuestros niños.
Muy pocos lograron salvarse, pocos evitaron la muerte a filo del puñal. Entre esos pocos, quien escribiría tiempo más tarde el “Martín Fierro”, José Hernández, y el fundador de la Unión Cívica Radical, Leandro Alem.
Sin tiempo para colocar las monturas, a lomo de sus caballos le ganaron la carrera a la muerte.
Esto es historia, no se trata de un cuento.
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