Todos tenemos antepasados que se remontan hasta los confines del tiempo, de la historia. La fortuna o dicha de algunos es poder desentrañar esa madeja, tirar del hilo que tantas pero tantas veces se escapa, y reconstruir el tejido de aquellos que conformaron nuestro ser. Dejo un testimonio, la botella arrojada al mar, alguien la recogerá algún día.
domingo, 20 de septiembre de 2015
Un niño
Atestado el subte, las ocho de la mañana. Desde su poco más de setenta centímetros el niño va esquivando humanidades, con su pobreza a cuestas.
Comienza un nuevo día en la ciudad para todos, y entre todos el niño, ahí lo vemos, repartiendo pequeños papeles escritos a mano, a modo de tarjetas: “Tengo cuatro hermanitos y mi papá dejó a mi mamá”.
Invisible para la mayoría, salvo para los muy bien entrenados que de lejos lo ven venir y al acercarse lo esquivan, al compás de la miseria que porta. Y también están los otros, los salvadores, minoría.
Hay un hombre que hurga en el fondo de un bolsillo del saco, y encuentra lo que busca: una moneda, que es recibida por el niño, la recompensa celestial, desde arriba; para su pobreza bien paga, por la lástima, y por la necesidad de limpiar una conciencia.
Bondad y misericordia, y el rosario –visible- de cuencas lustrosas que cuelga del cuello para purificarse y ser considerado en lo Alto, al menos esta es la imagen que da, mientras vuelve a la lectura de un libro, de Coelho, cuando el infante le da la espalda y sigue su camino; moneda ganada es moneda guardada.
Uno en representación de los otros, de aquellos que huyen de la contaminación de la pobreza, que el niño parece expandir, y lo siente, y es motivo de lástima, o desprecio.
Todos finalmente serán perdonados, en el calor de sus hogares, rodeados en familia, revisando los cuadernos del colegio, besándose los esposos, con la cena servida en la pulcra e inmaculada mesa.
El niño sólo quiere terminar el día, que será de catorce horas y un mendrugo a escondidas en las catacumbas de la gran ciudad. Como los cristianos del siglo primero, con estos nuevos romanos, perfumados y a puro mensaje de texto.
Cuando puede le escapa a la tarea, brevemente, para juntarse con otros pares y patear una pelota en la Plaza de Retiro, sabiendo del castigo al que está sujeto, por no cumplir.
En esa imagen, la de correr, jugar, saltar y patear una pelota, la imagen de la niñez robada, sin culpables, o sí, el sistema, impersonal, inimputable, para disquisiciones demagógicas en algún programa político.
Ya sabemos: la culpa (si existe) es de los otros, siempre, los anteriores, o los que nos gobiernan y no quieren, no saben, no pueden, o no deben…; en definitiva es un pobre niño, quizás el cordero de Dios, la piedad puede esperar, se necesita del calvario de algunos para poder encontrarnos de rodillas penitentes, como metáfora de una sociedad que conoce a la perfección los mandatos, el control y los espacios a ocupar por cada uno.
Algunos trabajan, otros estudian, se es buen padre, madre, hijo o vecino, y está el niño, que también cumple una misión, que también es necesario.
En varias oportunidades algún agente de policía ha tratado de disuadirlo para que no entorpezca el andar de los buenos ciudadanos, sin entender que su presencia es fundamental, como el agua, una bendición, no una molestia, para los que de verdad creen, los que desde la lástima transforman los gestos en bondad.
Por la moneda salvadora, por la pobreza que será esquivada, por todos los que serán perdonados, por las conciencias lavadas y los gestos, el cielo y el infierno, dos caras de la misma moneda.
Esa moneda que no recibe el niño, porque la que está destinada a él tiene una sola cara, la de la certeza de continuar siendo pobre.
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