Me cuesta compaginar la película, no puedo, me resisto; fotos, una tras otra, fotos. Pasan a manera de ráfagas, espasmos en imágenes.
Tres gramos se habían extinguido en cuestión de minutos, o para ser más preciso: en cuatro viajes al baño. A esa hora (la una de la mañana de un sábado), el “Bar del Roble” se encontraba colmado.
Whisky y cocaína, un dúo inseparable al que me había acostumbrado y al cual recurría en búsqueda mágica para olvidar fantasmas.
A tiro de la caída en pendiente, vaticinada por Mariana, mi novia, quien me había condicionado: “la cocaína o yo”, y no pude con el genio, le respondí con una de mis salidas, festejada por amigos y odiada por ella: “la opción es falsa, a vos te amo, la merca es una amiga pasajera”.
Poco a poco fui ingresado en la encerrona de la droga, una fantasía a la que se accede desde los movimientos sensuales e insinuantes de la mujer bella, tierna y dócil, que te presentan para “saber lo que es bueno”; hasta caer en la verdad, a disposición de una furtiva señorita de vida licenciosa, que te arruinará a la primera de cambio e inexorablemente comerá tú alma.
Uno más de aquellos que a partir de las propias inseguridades tratan de mostrarse superados o de vuelta, y la llevé en el diario vivir.
La dócil doncella enamorada del príncipe, dispuesta a entregarse sin dobleces en pos de sus deseos, y es al revés, siempre es al revés. O por mejor decir: te ofrece la inmortalidad, se le cree, y cuando recuperás un atisbo de lucidez te das cuenta que tú vida no te pertenece, la hipotecaste en cuotas, caras, muy caras…
Una marioneta cuyos hilos invisibles no podés cortar (vos sos el muñeco), y bailás al compás de su música, esa que toca desde el infierno, creyendo escuchar, al principio, sonidos embriagantes del paraíso.
La noche (siempre), así sean las cuatro o seis de la tarde, siempre es la noche, la mentora y gurú, el escenario y los actores. Las máscaras del teatro: la comedia y la tragedia; hasta que mucho más temprano que tarde una de ellas sobre, y la comedia es la que sobra.
El mortal travestido en semidiós, es engañado y uno, en la vorágine límite de la desmesura le agradece, hasta le rinde culto, se la exalta, no se puede retroceder, sos suyo.
Y uno no danza solo, la función está plagada de otros bailarines, que te inducen a no dejar por nada del mundo las tablas, son magistralmente socios en una cofradía de seudo superhéroes.
Busqué la puerta de salida al compás de la música de “Erasure”, saludé a los amigos de la mesa, le di un efusivo apretón de manos a Manuel, uno de los mozos; iba en busca de más sensaciones, horas vividas como días.
Todo ahora, todo ya, y recordaba muy seguido, como un presagio, la letra de un tema de Charly García: “esas motos que van a mil, sólo el viento te harán sentir, nada más…”.
Afuera esperaba la Kawasaki 750, una combinación cercana al paroxismo: el rugir de los cuatro cilindros con sus 16 válvulas al acelerar y el néctar blanco; alucinado volé.
Más fotos. A máxima velocidad dejaba atrás Caseros por la avenida Urquiza en dirección a la General Paz, ahí nomás, en los márgenes de la Capital Federal, rumbo al barrio de Palermo, para encontrarme con otros amigos de la noche. Y otras fotos, una nebulosa. Estar sobre la moto, haber parado a cargar nafta, quitarme el casco, una broma con el empleado. Sacar la billetera. Pagar. Vuelta a calzarme el casco. Acelero, foto.
Desolado el camino, es asfalto deglutido en el andar furioso, no sé si la aguja estaba en 150 o 180, si me viene la imagen de la luna llena, algunas luces titilantes perdidas dando marco, apretado contra el tangue, un silbido, el escape. Otra foto, y es una ruta, y un cartel: “Luján 5 km”; ¿pero si el camino es para el otro lado? No hay más fotos, sin imágenes para comentar”.
Soy el doctor Matías Kendler, traumatólogo. Estando de guardia en el Hospital Zonal de Mercedes fue ingresado un accidentado vial (kilómetro 98,400 de ruta 7, a las 3:35 a.m., el 6 de junio), estabilizado en la ambulancia luego de un paro cardiorrespiratorio y politraumatismo severo, a quien hubo de amputársele la pierna derecha.
En este tiempo en el cual lo he seguido en su recuperación (fractura múltiple en brazo derecho y cúbito y radio de la muñeca izquierda) entablamos una confianza que surge por la secreta necesidad de ser escuchado y encontrar quien esté dispuesto a prestar el oído.
A los cuatro meses del trágico acontecimiento me pide que transcriba lo precedente a manera de liberación. La palabra descargo que él utiliza para referirse no me parece apropiada; sí exorcizar demonios.
Todos tenemos antepasados que se remontan hasta los confines del tiempo, de la historia. La fortuna o dicha de algunos es poder desentrañar esa madeja, tirar del hilo que tantas pero tantas veces se escapa, y reconstruir el tejido de aquellos que conformaron nuestro ser. Dejo un testimonio, la botella arrojada al mar, alguien la recogerá algún día.
martes, 20 de septiembre de 2016
lunes, 19 de septiembre de 2016
El legado del general
Lo que he de contar me fue transmitido por mi abuela María Elena Amengual Astaburuaga, quien vivía en ese entonces en San Bernardo, Chile, junto a sus seis hermanos y padres: Alberto y Aurora.
Aurora, siendo apasionada profesora de piano supo inculcar esta devoción a los hijos, muy especialmente a René, quien llegaría a convertirse en un conocido concertista, lamentablemente murió joven -y quizás no sea tan malo si pensamos en decrepitudes y otras lindeces-, a los 43 años en 1954, de peritonitis, al regresar de una gira por Noruega.
Eran nietos del general Santiago Amengual Balbontín (1815-1898), héroe de la Guerra del Pacífico, también conocido como “el manco” glorioso.
Aclaro algo que hace a la verdad del personaje; lo de manco surge a raíz de una lesión sufrida en la batalla de Loncomilla (1851) que le inutilizó el brazo izquierdo, no lo perdió.
En la planta alta de la casona existía un salón destinado a todo lo concerniente al héroe: medallas, uniformes, espadas, el corvo, el cuchillo corvo que lo acompañara toda la vida (incluso ya retirado seguía llevándolo encima); a la manera de orden prusiano relucían en exposición ante quienes lo desearan, especialmente escolares provenientes de distintos puntos del país. El final del recorrido concluía con la interpretación en piano por parte de René de la marcha “Adiós al Séptimo de Línea”, y así, entre acordes marciales los visitantes se iban retirando.
Al morir René, todo ese patrimonio se donó al Ejército y a museos.
Fue en julio de 1934 (la memoria de María Elena no podía precisar el día, tenía muy presente el frío y la nieve) a eso de las nueve de la noche que acontecieron los hechos.
Alberto y Aurora con sus otros hijos habían viajado a Quillota, quedando los dos –mi abuela y René- al cuidado de la casa junto a la cocinera familiar (Elvira) quien ese día estaba de licencia.
Encontrándose frente al hogar de la planta baja, obnubilados por el crepitar de la leña en el fuego, escuchan un grito desgarrador que viene desde arriba, seguido por un fuerte golpe en el techo de la galería externa.
¿Subir o salir?, René toma el viejo y pesado atizador de bronce y abre sigilosamente el pórtico. Entre la bruma de la noche ve correr un hombre a los tumbos, treparse a duras penas por una madera inclinada sobre el muro que daba a la calle y saltar al otro lado. Vuelve sobre sus pasos al interior, con cautela y llevando el dedo índice a los labios le indica a mi abuela María Elena que se quede callada y encara la escalera pensando que podía haber alguien más.
En la planta alta, cerca del cuarto devenido en museo, una ráfaga de viento helado es indicio de la ventana abierta, gira con cuidado el pomo de la puerta, la empuja con un pie y con la mano izquierda enciende la luz, ya no tuvo dudas, el intruso había ingresado por allí.
Un camino de sangre nacía al pie del expositor de espadas, recorría la amplia sala, demarcaba el bajo de la ventana y se hacía línea de gotas púrpura sobre el colchón de nieve en el techado que se apreciaba claramente al asomarse. Todo en su lugar, salvo la vitrina horizontal -la que alojaba condecoraciones, medallas y el cuchillo corvo-, cuya tapa se encontraba levantada. Se acercó y la sorpresa fue mayúscula; el cuchillo que hasta ayer mostraba una hoja reluciente, inmaculada, ahora se veía cubierto de sangre fresca.
Jamás los padres se enteraron, nunca antes alguien había escuchado la historia; ese día decidieron limpiar y callar, en un juramento de décadas, un pacto que María Elena rompería conmigo.
Quizás el general Amengual, el glorioso manco, el héroe de tantas y tantas batallas no se resignaba, quizás aún siga dando vueltas en San Bernardo, quizás nunca murió, tal vez tenía razón Robespierre: "la muerte es el comienzo de la inmortalidad”; quién sabe…
Aurora, siendo apasionada profesora de piano supo inculcar esta devoción a los hijos, muy especialmente a René, quien llegaría a convertirse en un conocido concertista, lamentablemente murió joven -y quizás no sea tan malo si pensamos en decrepitudes y otras lindeces-, a los 43 años en 1954, de peritonitis, al regresar de una gira por Noruega.
Eran nietos del general Santiago Amengual Balbontín (1815-1898), héroe de la Guerra del Pacífico, también conocido como “el manco” glorioso.
Aclaro algo que hace a la verdad del personaje; lo de manco surge a raíz de una lesión sufrida en la batalla de Loncomilla (1851) que le inutilizó el brazo izquierdo, no lo perdió.
En la planta alta de la casona existía un salón destinado a todo lo concerniente al héroe: medallas, uniformes, espadas, el corvo, el cuchillo corvo que lo acompañara toda la vida (incluso ya retirado seguía llevándolo encima); a la manera de orden prusiano relucían en exposición ante quienes lo desearan, especialmente escolares provenientes de distintos puntos del país. El final del recorrido concluía con la interpretación en piano por parte de René de la marcha “Adiós al Séptimo de Línea”, y así, entre acordes marciales los visitantes se iban retirando.
Al morir René, todo ese patrimonio se donó al Ejército y a museos.
Fue en julio de 1934 (la memoria de María Elena no podía precisar el día, tenía muy presente el frío y la nieve) a eso de las nueve de la noche que acontecieron los hechos.
Alberto y Aurora con sus otros hijos habían viajado a Quillota, quedando los dos –mi abuela y René- al cuidado de la casa junto a la cocinera familiar (Elvira) quien ese día estaba de licencia.
Encontrándose frente al hogar de la planta baja, obnubilados por el crepitar de la leña en el fuego, escuchan un grito desgarrador que viene desde arriba, seguido por un fuerte golpe en el techo de la galería externa.
¿Subir o salir?, René toma el viejo y pesado atizador de bronce y abre sigilosamente el pórtico. Entre la bruma de la noche ve correr un hombre a los tumbos, treparse a duras penas por una madera inclinada sobre el muro que daba a la calle y saltar al otro lado. Vuelve sobre sus pasos al interior, con cautela y llevando el dedo índice a los labios le indica a mi abuela María Elena que se quede callada y encara la escalera pensando que podía haber alguien más.
En la planta alta, cerca del cuarto devenido en museo, una ráfaga de viento helado es indicio de la ventana abierta, gira con cuidado el pomo de la puerta, la empuja con un pie y con la mano izquierda enciende la luz, ya no tuvo dudas, el intruso había ingresado por allí.
Un camino de sangre nacía al pie del expositor de espadas, recorría la amplia sala, demarcaba el bajo de la ventana y se hacía línea de gotas púrpura sobre el colchón de nieve en el techado que se apreciaba claramente al asomarse. Todo en su lugar, salvo la vitrina horizontal -la que alojaba condecoraciones, medallas y el cuchillo corvo-, cuya tapa se encontraba levantada. Se acercó y la sorpresa fue mayúscula; el cuchillo que hasta ayer mostraba una hoja reluciente, inmaculada, ahora se veía cubierto de sangre fresca.
Jamás los padres se enteraron, nunca antes alguien había escuchado la historia; ese día decidieron limpiar y callar, en un juramento de décadas, un pacto que María Elena rompería conmigo.
Quizás el general Amengual, el glorioso manco, el héroe de tantas y tantas batallas no se resignaba, quizás aún siga dando vueltas en San Bernardo, quizás nunca murió, tal vez tenía razón Robespierre: "la muerte es el comienzo de la inmortalidad”; quién sabe…
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